Tecnología de ayer y hoy, recursos que se combinan en una gran obra de arte, eje dramático y canciones fundamentales en la historia del rock, permiten que Waters levante uno de los conciertos más portentosos que ha pasado por Chile.
Cristián Soto L.Sólo han transcurrido algunos segundos desde el inicio del concierto en que Roger Waters revive The Wall, y los estímulos ya han sobrepasado cualquier cálculo.
Con los primeros acordes de "In the flesh" sonando, recursos de ayer y hoy se suceden sin respiro. Proyecciones, juegos de luces, sonido que recorre de un extremo a otro del estadio, muñecos, una pantalla LED circular, un avión que vuela sobre la cancha, una enorme muralla de ladrillos que ocupa sus 100 metros como telón y una avasalladora descarga de fuegos artificiales al finalizar.
Todo en un par de minutos y con la épica del tema que abre el trabajo más popular y uno de los más emblemáticos de Pink Floyd, como contexto sonoro.
La incredulidad y el asombro se perciben en la multitud, que sólo responde con un grito prolongado y brazos al cielo. El correlato es habitual en cualquier show, pero esta vez cobra un sentido distinto: Hay algo en el despliegue de Waters que simplemente sobrepasa a los presentes, en quienes el gesto al unísono es la única respuesta posible ante algo que las palabras, por momentos, parecen no poder contener.
Porque ésa aparenta ser la apuesta del británico. Superar todo lo hasta ahora visto en materia de espectáculos en vivo, equilibrando derroche, inteligencia y cuidado en el uso de la multiplicidad de recursos disponibles, y amparándose en la cualidad que marca la diferencia entre este show y cualquier otro: El eje dramático, y su correspondiente tensión emocional.
En ese marco es que Waters se da a la tarea de recrear una de sus obras cumbre, y que está grabada en la piel de las cerca de 50 mil personas que esta noche repletan el Estadio Nacional, en la primera de dos citas consecutivas en el recinto de Ñuñoa.
Acompañado por una banda que refresca la potencia del disco publicado en 1979, el ex líder de Pink Floyd enrostra que la crítica planteada hace 32 años no sólo sigue vigente, sino que además se renueva y reproduce. Así lo muestran, la ficha de su propio padre fallecido en la Segunda Guerra Mundial, seguida por la de un niño caído en pleno siglo XXI en la guerra de Irak, durante "The thin ice".
"Quiero dedicar este show a la memoria de Víctor Jara, y a todos los desaparecidos y torturados", saluda el británico tras las primeras canciones, y poniendo la universalidad del mensaje nuevamente arriba de la mesa, antes de que las nuevas imágenes del espectáculo vuelvan a mezclarse con las animaciones que en 1982 imprimiera Gerald Scarfe, en la cinta de Alan Parker.
Aparece en escena la marioneta del opresor maestro de primaria, y con ella un coro de niños que no canta en vivo durante la primera parte de ese himno que es "Another brick in the wall". Waters confesamente tampoco lo hace en "Mother", mientras que sus proyecciones de apariencia en vivo son registros anteriores con los que el artista en escena se intenta coordinar.
Pero eso ni siquiera da para cuestionamientos en una experiencia que sobrepasa con creces lo musical, y que logra expresar todo lo que el cerebro del británico quiso plantear en su minuto: Un trabajo de rock en un marco operático, un tratado filosófico y político, y una gran obra que abarca la globalidad del arte.
El clásico cerdo inflable está convertido en retazos para el recuerdo de los fanáticos, cuando Roger Waters se despide tras cerca de dos horas y media de show (con aproximadamente 20 minutos de intermedio).
En la retina de los espectadores queda la fotografía de un evento mayúsculo y apabullante. En las reflexiones del ex Pink Floyd, en tanto, probablemente por fin se haya alojado la convicción de haber completado la tarea, tras haber dotado a un álbum que no tuvo otra aspiración que la perfección, de un espectáculo que tampoco pretende otra cosa.