"Esto es una vulgaridad total. De un facilismo... Es todo lo que parece que hay que hacer ahora", decía Daniel Melero en 1998, tras escuchar la canción "Fotofobia" de La Ley, para la sección "Discopatía" de la extinta "Zona de Contacto". Por entonces, el grupo chileno acababa de publicar su disco Vértigo, decidido a explorar los sonidos electrónicos que en esos años ponían en boga grupos como Underworld, Prodigy y Chemical Brothers.
Pero si en ese trabajo el argentino leyó meras intenciones de subirse al carro de la victoria, seguro que su impresión sería exactamente la contraria de embarcarse en la escucha del disco Acuario, de Manuel García, álbum que marca el más radical giro que hasta ahora haya dado el ariqueño —tanto, que más de algún fanático quedará sencillamente descolocado—. Porque, es cierto, el artista ahora remece su historia discográfica poniendo el énfasis en un electropop como el que en el último lustro han cultivado con éxito Javiera Mena, Gepe y Álex Anwandter, entre otros. Pero en esa aventura logra transmitir una honestidad, una compenetración con el género, y un sello autoral y estético tan marcado, que permiten que en segundos se esfume cualquier clase de prejuicio que la idea en el papel pueda despertar.
El primer golpe al mentón al respecto llega en el track 4, tras la apertura con los más "convencionales" aires de "Madera", "Carcelero" y "Un rey y un diez" —esta última, una canción que desde el piano logra concentrar la melancolía e intimidad que han marcado al ariqueño—. Entonces, el tema que da nombre al disco sacude las expectativas a punta de sintetizadores y cajas de ritmo, con un énfasis bailable moderado que se extrapola en "Hombre al precipicio" (firmada por Francisco Durán) y "Cáprica" (con reminiscencias a New Order y a los años 80). Para "El miedo", en tanto, el paseo entra en tierras progresivas de floydiana oscuridad, en un ímpetu experimental que encuentra su clímax al cierre, en el viaje electrónico de "La hora nueve".
Puede sonar a exceso en un hombre que, hace apenas unos meses, levantó cuanto trofeo existe en el Festival de Viña gracias a la soledad de su guitarra de palo. Pero lo más sorprendente y meritorio, es que el artista de entonces no está escondido entre los sintetizadores, ni menos ausente. El hombre que ahora obliga a mover los pies, y que invita a sumergirse en las emociones de la marea sintética, es el mismo trovador de "El viejo comunista" y de "Pañuelí", pero que con Acuario conjuga una vez más esa vieja ley que nos enseñaban en Ciencias Naturales: La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
—Sebastián Cerda