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King animal

Pasaron dieciséis años desde su álbum previo, pero en su regreso la banda estadounidense muestra el nervio, el filo, la intensidad y la creatividad de siempre: es Soundgarden tan bueno como siempre.

27 de Noviembre de 2012 | 12:40 |

Tras una década y media sin grabar discos de canciones nuevas, tras las aventuras del cantante Chris Cornell como solista o como parte de Audioslave junto a ex integrantes de Rage Against the Machine entre 2001 y 2007, King animal viene a mostrar cómo las mejores cualidades de Soundgarden estaban ahí, intactas esperando por reaparecer. En una industria del rock en que la palabra "regreso" muchas veces sirve para vender segundas partes flojas en comparación con las primeras, esta banda estadounidense desbarata aquella norma con un trabajo tan vital y relevante como los mejores que hayan hecho. Lo que ya es harto decir para uno de los grupos más consistentes de su tiempo, incluidos sus inicios en el underground de los '80 y su exposición durante el éxito de masas del rock alternativo en los '90.

Desde la primera pista del nuevo disco de Soundgarden están ahí tres caracteres centrales, entre la batería sólida como pocas de Matt Cameron, la guitarra siempre versátil de Kim Thayil, y la voz fiera y apasionada al mismo tiempo de Chris Cornell. Para el cuarto elemento es cosa de tiempo: Nunca en primer plano, pero esencial en el funcionamiento del grupo, se muestra pronto el bajista Ben Sheperd. Y son cuatro elementos que en realidad dan forma a uno solo, ese sonido pesado pero fibroso, rockero pero flexible, depurado pero directo de la banda. Directo como el pulso lento de "Blood on the valley floor", que es una invitación a ese ejercicio universal de agitar-la-cabeza y tocar-en-el-aire esa frase de guitarra instantánea que abre la canción, y depurado en el oficio que el grupo demuestra al componer.

Soungarden parte y siempre ha partido bien desde abajo, desde el piso de una canción. Nada puede andar mal con esos cimientos: como si fueran los arquitectos de una música antisísmica, construyen un suelo que nunca es estático y que en cualquier momento activa el vértigo de una base en movimiento. Eso es puro efecto de los compases. En "By crooked steps" reinciden en un extraño pero hipnótico e insistente compás de cinco tiempos. "Taree" está marcada por una combinación doble de un compás de seis tiempos y uno de ocho, tal como "Worse dreams" es esa misma asimetría llevada más allá. Y en "Bones of birds" proponen el juego estimulante de intercalar un compás irregular de siete tiempos con uno más cuadrado de ocho, sin contar los acordes insospechados que Kim Thayil saca de su guitarra en el estribillo ni la afinación de su sexta cuerda en un tono más bajo (en re) no sólo por el cliché de sonar más grave, sino, mejor que eso, para sonar más misterioso. Tantas ideas en una sola canción (y tantas canciones en un solo disco: trece, sin contar las cinco versiones preliminares o demos adicionales): así suena un grupo que no renuncia a ser creativo.

Por si hacía falta recordarlo a diecisiés años de su álbum previo (que fue Down on the upside, en 1996), Soundgarden plantea aquí cuál es la mejor dinámica que define a una banda de rock: incluso con caracteres fuertes como los descritos, no son las individualidades sino la cohesión lo que más importa. La mejor prueba es lo equivalentes que son los recursos de todos, por distintos que sean los instrumentos. Cornell canta con la misma eslasticidad con que Thayil toca la guitarra. Cameron inventa patrones de batería que nunca van a ser obvios, al igual que Thayil sortea todos los lugares comunes de la guitarra de rock. Como los solos: si en el rock se supone que hay solos, Kim Thayil usa su instrumento mucho más para estructurar una canción con texturas, frases, climas, timbres. Y sobre los timbres, lejos de confiar sólo en la distorsión, usa una paleta de efectos amplia y más sugerente que estridente, incluida la guitarra acústica si conviene más a la canción, como en "Black saturday" o en "Halfway there".

En una palabra, es libertad. La misma que estos hombres han practicado fuera de Soundgarden: La libertad con que Matt Cameron se unió también a Pearl Jam, o con la que Cornell se permitió provocar incluso al acercarse al pop y a las bases electrónicas en sus discos como solista, para desafiar al reglamento del rock. No cuesta nada acordarse de que, frente a ese rock norteamericano decadente caído en manos de incontables bandas preocupadas del peluquero en los '80, fueron grupos como Faith No More y Soundgarden los que superaron esas caricaturas para volver a infundir respeto. Y tampoco cuesta recordar que, así como Nirvana tuvo poco que ver con el sonido del llamado grunge (Screaming Trees, Mudhoney, Alice in Chains, Pearl Jam), Soundgarden también se distinguió por un sello propio, con más nervio y filo que el resto de sus pares. Con esa libertad de siempre King animal demuestra que lo más aburrido e inservible del rock siempre ha sido el reglamento, y que una guitarra, una batería o la voz son nada más que instrumentos, literalmente: instrumentos musicales de los que servirse para sorprender cada vez.

David Ponce

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