El viejo Chuck aún conserva destellos de la voz con que se destapó en los 50, pero su desempeño en la guitarra es un punto auténticamente crítico, sin que su banda logre el peso necesario como para contrarrestarlo.
Felipe González P.De un lado está el lugar fundacional que tiene ganado Chuck Berry en la historia del rock y de la cultura popular en general. De otro, la mezquindad de ver esa gloria disminuida en la actualidad sobre el escenario. Una cuestión de extremos: eso es el espectáculo que el octogenario y fundamental cantante y guitarrista estadounidense vino a dar la noche del martes en Movistar Arena, en la parada santiaguina de su gira sudamericana.
El repertorio es una colección indudable de joyas. Desde "Roll over Beethoven" al inicio del show hasta "Johnny B. Goode" hacia el final, el cantante privilegia en vivo varias de las canciones con las que entre 1955 y 1958 sentó gran parte de las bases del rock and roll en los albores febriles de esa revolución. Pero después de la escueta hora y diez minutos que dura el show, quedan pocos argumentos para sostener el concierto más allá del respeto por esa trayectoria y de la ocasión histórica de ver a este pedazo de leyenda en directo.
Con 86 años, Chuck Berry es hoy un cantante y guitarrista gastado por el tiempo. Su voz puede conservar algún destello del timbre con que hizo historia en sus grabaciones, pero el aspecto de veras crítico es su desempeño con la guitarra. Eso es daño severo. Cada canción sufre con una ejecución poblada de imperfecciones, de notas equivocadas y de segmentos completos tocados en tonos errados, o erráticos, salvo algunas interpretaciones que salen más airosas, en especial cuando un blues de pulso lento le permite tocar a menos revoluciones.
Es lo que ocurre casi al comienzo con la temprana "Wee wee hours", una de sus primeras grabaciones del '55, o en la versión del blues "Rock me baby", de B.B. King. No es casual que este último sea interpretado a dúo entre Berry y su hija, Ingrid Berry Clay, quien a ratos contribuye a afirmar un poco el espectáculo con un buen desempeño en la armónica y en la voz. Pero tampoco es suficiente el apoyo que provee la banda, un quinteto de guitarra, piano, bajo y batería donde figura otro de sus hijos, Chuck Berry Jr. en guitarra: el grupo no muestra los recursos necesarios para suplir las falencias ni para proporcionar el respaldo musical y escénico que merece un cantante de tamaña estatura.
El resultado en el mejor de los casos es disparejo, entre algunas canciones dignas y muchas fallidas. Y la reacción del público también es variada: oscila entre la ovación, el respeto, la perplejidad o la sorna, además de instantes llamativos como la espontaneidad con que parte de la platea entona el coro de "My ding-a-ling", a medias con el cantante. En ese plan, el anfitrión tiene un recurso más a su favor: la actitud con la que sale adelante y parece disfrutar en escena. Es un instinto por el show que incluso lo lleva a intentar algunas palabras en español, y que aflora cuando la organización permite la subida de varias personas a la tarima, en especial mujeres, para bailar al son de "Goodnight, sweetheart" en una fiesta al cierre. Una fiesta desconcertante, con Chuck Berry casi al alcance de la mano, desprolijo y disperso, explotando aquí y ahora los vestigios terminales de su leyenda, entre lo glorioso de la historia y lo mezquino del presente, sin términos medios, rocanroleando hasta el final.