Jefe en los títulos. Amo y señor en los hechos. Springsteen las hace todas en vivo, para terminar echándose al público simplemente al bolsillo.
Cristián Soto LópezFueron palabras del propio Bruce Springsteen antes de la última canción de la jornada. "Tenía un trabajo pendiente que hacer aquí" ("I had an unfinished business here"), dijo en los segundos finales de su despedida, pasada la una de la madrugada, cuando su camisa estaba por completo mojada por el sudor y cuando ya habían transcurrido completas tres horas y media del memorable concierto con que el rockero estadounidense debutó en Chile.
Años de "megaeventos" han transformado en cliché esa idea de la "deuda pendiente" que las figuras internacionales del pop y el rock llegan a saldar con sus estrenos en nuestro país. Pero esta vez fue cierto como pocas veces. Springsteen agasajó con un show de entrega máxima, duración extrema y despliegue incansable de canciones y entusiasmo, a una audiencia que esperó décadas por verlo y que respondió con complicidad absoluta al tonelaje de música que el cantante descargó en Movistar Arena.
Era un trabajo efectivamente pendiente desde que Springsteen se hizo escuchar por primera vez en las radios locales de los años '80 con éxitos como los de su célebre disco Born in the U.S.A. (1984), y luego con la música de una carrera vigente hasta su más reciente álbum, Wrecking ball, publicado el año pasado. De hecho el punto de partida del show fue en nombre de esa actualidad, con canciones de 2012 como "We take care of our own", la propia "Wrecking ball" y "Death to my hometown", dispuestas en los primeros minutos.
Luego vendría un viaje intenso por muchas estaciones, desde la comunicación próxima que Springsteen estableció con el público tanto sobre el escenario como con continuas incursiones en la platea, hasta una diversidad musical que incluyó pasajes de rock, raíces country, momentos de intimidad folk acústica, vetas de funk febril para el baile con el respaldo de los tres cantantes de su banda, y rock and roll tocado a todo lujo con una sección de vientos. Todo sonó avalado por un sólido grupo de diecisiete integrantes, músicos y coristas, entre ellos el característico y fiel Steven Van Zandt, alias Little Steven, en guitarra y mandolina.
Un total de veintiocho canciones prodigó Springsteen en las tres horas y treinta y siete minutos que duró el espectáculo. Fue un repertorio balanceado entre discos de diversos momentos de sus exactos cuarenta años de discografía desde 1973 a la fecha, con títulos como las intensas "Because the night" y "Mi city in ruins" —esta última del álbum The rising (2002), publicado tras el atentado a las Torres Gemelas—, y el contingente de impactos como la temprana "Born to run" (1975) y la dupla entre "Born in the U.S.A." y "Dancing in the dark" (ambas de 1984), que dosificó para el final.
Hasta se dio el lujo de no agotar su catálogo de éxitos probados. Canciones como "Hungry heart" (1980), "I'm going down" y "I'm on fire" (1984), o "Streets of Philadelphia" (1993), quedaron ausentes del programa. Pero ni esos descartes conspiraron contra un show durante el cual el cantante ganó constantemente el borde del escenario para estar más cerca del público, se arrojó a surfear de espaldas por sobre el mar de brazos de la cancha y terminó bailando con diversas fans sobre el escenario, en un final de fiesta desatada.
Pero había algo todavía más irrepetible que hacer. Algo que sólo podía ocurrir en este concierto. "En 1988 estuvimos tocando para Amnistía Internacional en Mendoza, Argentina. Pero Chile estaba en nuestros corazones. Conocimos a muchas mujeres de desaparecidos y fue un momento que se queda con nosotros para siempre", dijo de corrido y en un casi impecable español, antes de mencionar el nombre de Víctor Jara y agregar "es un honor estar aquí". Tras ese preámbulo, a solas con su guitarra y con la de Nils Lofgren, además de unas notas de trompeta, recreó la canción "Manifiesto", de Víctor Jara. Fue el momento más emotivo de la noche, en las mismas horas en las que están por cumplirse cuarenta años del asesinato del cantante chileno, perpetrado en los días siguientes al golpe militar de 1973.
Fue el gesto que rubricó la sensibilidad con que Bruce Springsteen vino a cumplir con su debut en Chile. Efectivamente ese festival celebrado en Mendoza en 1988 no pudo ser realizado en nuestro país, todavía bajo dictadura, y ésa es otra de las razones por las que el cantante tenía ese trabajo pendiente que hacer aquí. Ahora, con más de tres horas y media de música, energía y complicidad absoluta con el público que llegó en masa a encontrarse con él, la tarea ya está hecha. Pero tampoco tiene que terminar aquí. "Volveremos", fue la última palabra que pronunció antes de dejar el escenario, y fue la última ovación que recibió de vuelta.