Dos de los mayores éxitos de su vida coinciden justo con lo que tienen los Smashing Pumpkins de sobrevalorados. Uno es "Disarm" (1993), que además de una canción es sobre todo un intento ambicioso de recargar una melodía con campanas, violonchelos y dramatismo. El otro, himno y todo, es "1979" (1995), que menos que una canción es un intento por sostener una melodía sobre un juego de acordes muy común. En cambio otros dos hits como "Tonight tonight" o "Ava adore" remiten a lo que tiene el grupo de valorable, su capacidad de hacer canciones que se sostienen bien en la composición sin requerir otras pretensiones. Y es válido tener en cuenta esos años de historia previa a raíz de su nuevo disco, porque Monuments to an elegy se basa sobre todo en este último argumento, el mérito puro de las canciones.
Y eso aunque el nombre no anuncie nada bueno. Un título que se trata de monumentos y elegías parece una promesa de grandilocuencia, pero el grupo se encarga de conjurar esa posibilidad con la música. Gracias a éxitos como todos los mencionadas arriba, Smashing Pumpkins están en la historia como uno de los nombres símbolo del éxito de masas del rock alternativo estadounidense de los años '90, y en parte el siguen fieles a ese sello en el octavo disco oficial de su carrera. Es rock de guitarras el que sostiene canciones nuevas como "One and all", "Drum + fife" y "Anti-hero". Pero al mismo tiempo se internan con libertad entre los sonidos de sintetizadores de "Monuments", "Run2me" y en especial lo logran en la sorprendente "Dorian", que es lo más cerca que han andado del tecnopop y trae el recuerdo de que este grupo grabó alguna vez un cover de la estupenda "Never let me down again" para un disco de tributo a Depeche Mode.
El nuevo disco de Smashing Pumpkins es también una declaración sobre la supuesta decadencia que provoca en las bandas de rock la partida de sus integrantes originales. Y es un desmentido a esa idea, en concreto. Este grupo se reformó en 2007, y desde entonces sólo queda de los integrantes fundadores el cantante y guitarrista Billy Corgan, tras el alejamiento del guitarrista James Iha, de la bajista D'Arcy y, más tarde, del baterista Jimmy Chamberlin. El caso llega al extremo de que el baterista que toca aquí es Tommy Lee, de la banda de heavy metal ochentera Mötley Crüe y celebridad del rock californiano por definición, y en realidad se desenvuelve bien y contribuye con creatividad a los patrones rítmicos del grupo. El principal socio de Corgan es el guitarrista Jeff Schroeder, integrado también en 2007 y coproductor del disco, y no hacen falta más credenciales ni esencialismos nostálgicos para sostener un disco efectivo. Y con apenas un cuarto de lo que dura Mellon Collie and the infinite sadness si hay que buscar un contraste. Poder de síntesis.