Desde su estreno con Debut (1993), los caminos de Björk han seguido una invariable trayectoria que la ha llevado por caminos cada vez más experimentales. Si en esa lejana placa abundaba un pop tan propositivo como amable y dulce, los siguientes Post (1995) y Homogenic (1997) ya daban cuenta de un afán de búsqueda mucho más marcado, que definitivamente llegaría a extrapolarse en este siglo con discos que han ido de lo revolucionario a lo claustrofóbico, y en los que el afán de quebrar cánones por momentos ha parecido imponerse al de empatizar con las audiencias.
La curva permaneció inalterada hasta 2011 (cuando editó Biophilia), pero ahora, con el reciente Vulnicura, pareciera que la islandesa retomó en algo el gusto por las melodías y las estructuras, y por una opción que apunta a desafiarse a sí misma antes que a desafiar al auditor. Si se trata de establecer parangones, este álbum está mucho más cerca de Vespertine (2001) que de entregas recientes, es decir, en un exacto punto medio entre la Björk más radial y la más experimental. Así, regresan sus inconfundibles fraseos en temas como "Lionsong", que encuentra su base sonora en ritmos electrónicos que aparentan diferir en tiempos con la voz, y que devuelven a la islandesa a un territorio que le resulta propio e identitario, ahora de la mano de productores como el venezolano Arca (quien figura en los créditos de discos como Yeezus, de Kanye West).
"History of touches" produce el mismo efecto al alero de teclados autónomos y gélidos, mientras que "Stonemilker" lo hace desde un colchón de violines (debilidad de Björk desde sus mismos inicios), y todas cumplen el mismo efecto de sumir al auditor en una marea que va de lo onírico a lo conmovedor. En otras, como "Family", el viaje hacia el efecto es mucho más breve y directo, amén de —en este caso— perturbador.
No es casual: Vulnicura es un disco surgido al fragor de la ruptura, luego de que la historia de una década entre la cantautora y el artista visual Matthew Barney llegara a su fin. Triste por ella, pero feliz por su obra, que con este disco repunta y se aleja de esa riesgosa zona de autocomplacencia a la que pareció acercarse, y en la que cualquier ocurrencia o arrebato musical parecía llegar envuelto en papel de obra maestra, de buena nueva. El único problema para Björk es que con este trabajo se integra también a un club: Ése de los que, como nuestro Jorge González, aparentan entregar lo mejor de sí cuando tienen el corazón llagado.
—Sebastián Cerda