Kiss cautivó a todos los presentes en Santiago.
Cristián Soto, El MercurioSANTIAGO.- La advertencia estaba hecha: Éste era un show pensado para estadios y recintos abiertos, pero que en Santiago de Chile viviría su excepción, resguardándolo en el espacio cerrado que representa Movistar Arena. ¿Resultado? Probablemente el soñado por todo fan de Kiss que se precie de tal, y hasta por los mismos integrantes de una banda liderada por un tipo que se hace llamar "El Demonio": Que esto fue un verdadero infierno.
Los factores tras ello fueron diversos, partiendo por las interminables explosiones y llamaradas que bañaron el escenario desde la apertura con "Detroit Rock City", clásico del disco Destroyer (1976) que en apenas cinco minutos —y desde las 20:40 de este martes— despachó tantas bolas de fuego como para hacerlas incontables.
Pero no sólo las llamas elevaron al máximo la temperatura, sino también las 14 mil personas que se agolparon en los distintos rincones del recinto de Parque O'Higgins, y que transformaron al mismo en una verdadera caldera, en parte motivados por la energía inagotable y excesiva que emanaba desde el escenario y desde los instrumentos de Stanley, Simmons, Singer y Thayer.
Un cuarteto que a tres años de su última visita volvió a demostrar que son unos performers sin parangón, y que para ellos la música sin show se transforma en una cosa simplemente inconcebible. Por ello los estímulos son diversos y sin pausa posible, en una pauta que por cierto incluye humo, fuego y láser, pero también peticiones de ruido, dinámicas entre un lado y otro del recinto, y pellizcos en el orgullo local, con alusiones a lo animado que podría ser el público en Quito o Buenos Aires.
Pero también hay maquillaje y vestuario, claro está. Los de los célebres Demonio, Starchild, Spaceman y El Gato, elementos que constituyen no sólo la identidad estelar de los músicos, sino además el acorazado que permite al "concepto Kiss" permanecer congelado en el tiempo. Vaya paradoja, cuando hablamos de la gira de celebración de sus 40 años de recorrido.
Pero bien por ellos, que pasados sus 60 años aún pueden equilibrarse sobre enormes terraplenes y gozar de una capacidad cardiaca suficiente como para volar hasta la parrilla de luces (Simmons) o hasta la mitad del recinto (Stanley) amarrados a un arné, mientras la pintura blanca, negra y plateada transforma a sus arrugas en un recuerdo y en una infamia.
De ese modo es que el gran circo de Kiss es también un viaje en el tiempo, una vía rápida hacia el momento exacto en que el hard rock se fundió con el glam, permitiendo luego la emergencia de temas como "Lick it up" (1983), y de un concepto de espectáculo que el paso de los años y el desarrollo tecnológico sólo han permitido exacerbar, hasta transformar todo esto en una fiesta del exceso.
Tanto, que por momentos la música es amenazada con quedar reducida a mero complemento, a simple telón de fondo para una parafernalia que lo consume todo. Pero en esos momentos, ni los hombres bajo las máscaras ni los 14 mil en cancha y tribunas, se animan a dejarla caer, y congregándose litúrgicamente en piezas como "Creatures of the night" y "Psycho Circus" (comandadas por Paul Stanley), o "I love it loud" y "War Machine" (en la voz de Gene Simmons), amén de clásicos como "I was made for lovin' you" y "Rock and roll all nite", recuerdan que esto es también el concierto de una banda.
Una que hoy está transformada en factoría, en una multinacional del entretenimiento, es cierto, pero que que bajo las luces aún deja entrever la sustancia y el propósito que los transformó en un nombre simplemente legendario.