Se habla en nuestro días, acaso demasiado a menudo, del "juicio de la historia". Detrás de la apariencia bien sonante de la expresión se esconde el deseo de que la historia sea o se convierta en una "sentencia", que en cuanto tal condene o absuelva a quien corresponda, de acuerdo al "mérito de proceso".
 | Matías Tagle, profesor del Instituto de Historia de la Universidad Católica. |
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No en vano se asocian los términos. En ese deseo de todos quienes esperan esa sentencia hay intereses: los acusadores esperarán una sentencia que castigue, y los defensores esperarán una sentencia que limpie el nombre mancillado de su defendido o "cliente". Pero ambos están contestes en que el juicio está llamado a dictarse de acuerdo a "códigos" o "normas" previamente establecidos y aceptados por "las partes".
Está bien, todo ello es la función de la justicia. De acuerdo a la clásica definición de Santo Tomás, la justicia es "el hábito según el cual, con constante y perpetua voluntad, se da a cada cual su derecho", y por ello corresponde que, cuando opera, efectivamente entregue a cada cual lo que le corresponde. Por eso, el juicio último de la justicia es inapelable. En algún momento, alguien está llamado a decir la última palabra, dando el pleito por finiquitado, y las partes -conocedoras de los mecanismos procesales- deben aceptarla.
Pero eso no tiene nada que ver con la historia.
El viejo Heródoto -a quien no en vano se conoce como el padre de la Historia- dice al iniciar el primero de sus libros que "su historia se dirige principalmente a que no llegue a desvanecerse con el tiempo la memoria de los hechos públicos de los hombres ni menos a oscurecer las grandes y maravillosas hazañas, así de los griegos, como de los bárbaros".
En el propósito del iniciador de la disciplina, por lo tanto, nada está más ajeno que el "juicio". Lo que le preocupa es el olvido, la dimensión temporal con que la memoria colectiva opera en la sociedad, omitiendo o guardando los recuerdos del pasado.
Pero además el sabio de Halicarnaso no tiene ningún recato en juzgar a priori cuáles serán los recuerdos que le interesa guardar. Se trata en primer lugar de los "hechos públicos", y en seguida de "las grandes y maravillosas hazañas". No le importan por lo tanto ni los hechos privados de esos mismos hombres ni sus pequeñeces y miserias.
Con lo anterior queda de manifiesto que la Historia no es una entidad autónoma o independiente, que opera al margen de toda valoración de los acontecimientos. Al contrario, no sólo se valoran los acontecimientos sino que se los puede -además- calificar a priori. Así lo hace Heródoto. Y así lo hace el historiador.
Lo que corresponde preguntarse es en virtud de qué el historiador escoge los hechos que le interesa destacar y cuál es el juicio que emite sobre ellos, pues tampoco se trata simplemente de caprichos.
Es a partir de la propia experiencia del historiador, de sus particulares intereses y, sin duda, de los intereses de su tiempo que se plantea las preguntas y discierne los acontecimientos que quiere investigar para que no "se olviden". En este sentido, tal como lo señalara B. Croce "toda historia es siempre historia contemporánea".
Es más, en distintas "contemporaneidades" distintos historiadores podrán plantearse la misma pregunta sobre el mismo acontecimiento y llegar a conclusiones muy diversas. Porque influirán los tiempos de cada uno de ellos, es decir, el momento en el cual se plantea la pregunta.
Pero influirán acaso más determinantemente las fuentes a que pueda tener acceso. Evidentemente que a mayor distancia temporal del acontecimiento, mayor será la cantidad de fuentes disponibles. Pero la "espera de la disponibilidad de todas las fuentes" para emitir un "juicio objetivo" (que satisfaga a los ansiosos de justicia) es una falacia, y persigue simplemente impedir que nadie, nunca, se pregunte sobre determinados aspectos del pasado.
El estatuto científico de la historia se juega en el rigor y la exhaustividad con que cada historiador es capaz de utilizar las fuentes de que dispone en un momento dado, y en sacar conclusiones acorde con lo que ella entregan. Ese es su aporte, y como tal no tiene nada de definitivo y de inapelable. Todo lo contrario, queda expuesto a una constante revisión pues siempre existirán nuevas fuentes.
Matías Tagle Domínguez
Prof. Instituto de Historia
Universidad Católica de Chile