"ESTE acto me hace temblar las piernas como en los buques", dijo Francisco Coloane el miércoles pasado cuando, en el salón de honor del Palacio Consistorial, recibió la Medalla Apóstol Santiago, como reconocimiento a su trayectoria .
Imposible no evocar el mar en ese momento emotivo. La vida de este ilustre de las letras nacionales ha estado teñida por la influencia del océano, inspirador de clásicos como "El último grumete de la Baquedano", "Tierra del Fuego" y otras novelas que han acompañado ya a varias generaciones.
Incluso en su departamento de Miraflores, en pleno centro de Santiago - donde se radicó hace más de 60 años- , el mar está omnipresente; allí "se siente como en un trasatlántico varado que le permite ver el Parque Forestal", según nos relata su hijo Francisco, citando las palabras del padre.
En ese paradójico reducto de silencio en medio de la urbe, los recuerdos flotan en la atmósfera. Miniaturas de barcos a vela, pingüinos embalsamados, caracolas que descansan sobre la mesa de centro, tallados que rememoran la Patagonia con sus perros y sus ovejas; fotografías, pipas, libros y una serie de objetos de procedencia indefinible, hablan de 90 años de una vida intensa, fuente de todos los relatos imaginables.
La vista no acompaña como antes a Francisco Coloane, y si debe fijarla muy prolongadamente el dolor se le cuela por los ojos. Por eso nuestro encuentro es breve y precedido por una no tan breve conversación con su hijo homónimo. Con ambas fuentes y a la luz de sus memorias, armamos aquí el puzzle de su historia.
A Mar Abierto
Francisco Vicente Coloane Cárdenas llegó al mundo en la madrugada del 19 de julio de 1910, en Chiloé. "Nací en Quemchi, un pueblecito en el mar, en una casa sobre pilotes", cuenta luego de hacer un cordial "salud" con jugo de naranjas.
Allí pasó su infancia montando a caballo y recorriendo las siembras de papas, trigo, linaza y legumbres. Y con el mar al lado, casi encima cuando la marea subía inundando la pesebrera donde guardaban a los caballos y llegando con sus olas, prácticamente, hasta el dormitorio.
Si las olas no venían a buscarlo, él salía tras ellas acompañando a su padre, que era capitán de barco. "Yo navegaba con él en la 'Yelcho', una nave de la Armada que antes había sido cazadora de ballenas", cuenta. A bordo de ese barco, durmiendo amarrado con una soga al camarote de su padre para que el vaivén de las olas no lo mandara al suelo, vivió entre marineros más de un temporal a mar abierto.
Pero los mareos no venían sólo del movimiento de las aguas. Tras una salida en bote, con el mar en calma, "llegamos a un fiordo, atracamos y él salió conmigo. Sacó su cuchillo de marinero y empezó a sacar y abrir ostras, y se las comía. Llevaba una botella de vino blanco, y cuando volvimos a bordo, dejó la botella por ahí y yo empecé a beber, y siendo niño, me emborraché", recuerda risueño, y vuelve a alzar su jugo de naranjas en un inesperado "¡Salud!".
Los recuerdos de ese padre que iba y venía por el mar son intensos, aunque sólo duran hasta los nueve años, cuando la muerte se lo arrebata.
El recuerdo materno también es profundo, según refleja en sus memorias. "La voz de mi madre y el rumor del mar arrullaron mi infancia. Los sigo amando y temiendo", escribe.
En la conversación agrega que "tenía un nombre muy simple, se llamaba Humiliana; no Emiliana, sino Humiliana, de humilde. Eso tenía un sentido religioso...", reflexiona.
Pero la modestia del nombre no era impedimento para ser una mujer enérgica, con don de mando, una "doña" de a caballo y muy activa en la administración de las tierras. "Vestía siempre amplias faldas. Usaba un pequeño revólver con cacha de conchaperla en un bolsillo grandote que llevaba debajo de la pollera, atrás, en la cintura", recuerda Coloane.
"Era muy marinera también", cuenta animado, "manejaba un bote con cuatro remeros; ella iba en la popa y yo al lado con un remo corto..., era una cosa muy simpática...".
En Quemchi estuvo hasta los 14 años. Allí fue a la escuela, a caballo y con un bolsón de loneta en el que llevaba una pizarra de cuyo marco de madera colgaba el "lápiz de leche" (una especie de tiza), y el silabario Matte, con el que aprendió a leer y escribir, aunque aún no se explica cómo.
Cumplidos los 13 parte a Magallanes, donde se produce su primer encuentro con las letras. "Cuando llegaba la primavera se organizaba un concurso en el liceo de Punta Arenas. Había que escribir sobre la primavera y yo, que no tenía el segundo año de Humanidades, saqué el primer premio; les gané a los de cuarto, quinto y sexto. Me publicaron en una revista", recuerda.
- Un profesor muy inteligente que tuve como amigo, que se llamaba Hugo Daudet Jofré, me dijo: "Con esto que usted ha hecho puede presentarse en cualquier parte". Fue el primero que me estimuló.
Siguió aferrado a la pluma, escribiendo para la revista del liceo y para un diario de Magallanes. Durante las vacaciones, tecleaba para un abogado que le pagaba tres pesos cincuenta por cada carilla. Como buen aspirante a escritor - aunque aún no lo sabía- , gastaba el dinero en libros.
Trabajo de Cadáver
Problemas familiares y económicos lo obligaron a dejar el liceo y ponerse a trabajar. Pronto se encontró, entre perros y caballos, como ovejero en la Estancia Sara, luego como aprendiz de capataz y, finalmente, como puestero (encargado de una sección del rebaño).
Ofició de capador a diente de corderos de un mes, inaugurando una vertiginosa vida de oficios, que continuó en Santiago como vendedor de carbón coke. Aunque ganaba poco, aprovechaba la bohemia capitalina. En esos pasos conoció a un periodista que lo presentó al director de "Las Ultimas Noticias", donde se inició como reportero policial, aunque su debut fue como cadáver.
"Hubo un asesinato en un sector de Vitacura, entonces extramuros de la ciudad. Cuando llegamos habían retirado el cuerpo del occiso. Entonces el reportero gráfico que iba conmigo me dijo, con la autoridad de la experiencia: 'Ponte la chaqueta al revés y tírate ahí, al lado de la zarzamora'. '¿Para qué?'. 'Para la foto'. Obedecí dócilmente", recuerda en sus memorias.
Aunque le gustaba su oficio, Santiago no le acomodaba, así es que volvió a Punta Arenas, donde, además de casarse con Manuela, con quien tuvo un hijo, se incorporó a la Armada como ayudante de guardalmacenes. Durante varios años recorrió los canales magallánicos, revisando provisiones y empapándose hasta los huesos de inspiración para sus historias.
Los ires y venires de la vida lo trajeron de vuelta a Santiago y al periodismo, aunque regresaba a Magallanes con frecuencia y se incorporaba a viajes y expediciones. Trabajó en diarios y revistas, hizo guiones y hasta se desempeñó como corrector de pruebas en imprentas. Las letras lo atrapaban.
Había escrito ya algunos cuentos cuando tropezó con un concurso de la editorial Zig-Zag. A mano y en quince días, escribió "El último grumete de la Baquedano", inspirado en uno de sus mil viajes sobre las aguas australes. Obviamente, ganó el concurso, sin saber que su "obrita" - como la menciona en sus memorias- sería leída por varias generaciones y traducida a más de 20 idiomas.
"Lo que más me extraña es que la hayan traducido los griegos... ¡los de 'La Odisea'! Ahí tengo el libro en griego, que para mí es un honor muy grande", comenta.
La crítica, sorprendida, lo aclamó. Y él no paró de escribir. Pronto vendrían "Cabo de Hornos", "Tierra del Fuego", "Los conquistadores de la Antártida", "El camino de las ballenas" y otros relatos, que le han granjeado admiración en todo el mundo y lo han hecho acreedor de las más diversas distinciones. La más alta, el Premio Nacional de Literatura, en 1964.
- Fue una sorpresa. Venía saliendo de la biblioteca y me encontré con Juvencio Valle, que venía subiendo. Eramos muy amigos... Le pregunté, '¿te dieron el premio?'. Me dijo: '¡no, te lo dieron