EMOLTV

Francisco Coloane: Viven porque Están Muertos Parte I

Durante una centuria, El Mercurio ha mostrado su profundo interés por el mundo de la cultura. Grandes autores han escrito en forma exclusiva para el decano de la prensa santiaguina. Aquí un texto de Francisco Coloane escrito el 2 de noviembre de 1941.

07 de Agosto de 2002 | 15:08 | El Mercurio, 2 de noviembre de 1941
Viven porque están muertos Parte I - Parte II -Parte III

El amor es un estado patológico que dura más en los débiles y menos en los fuertes - dijo el joven, mirando fijamente a la señora de más o menos cuarenta y cinco años de edad que estaba a su frente.

La otra mujer, de tipo extranjero, que escuchaba la conversación en el departamento, levantó sus bellos ojos verdes con un parpadeo en el que no se podría decir si había coquetería o súplica.

- No he querido decir precisamente que cuanto menos dure esa afección, el hombre sea más fuerte; en algunos, la flor del amor no nace por falta de sensibilidad, por estupidez o cretinismo en otros. Hay, pues, en resumen, una escala mínima, un período de duración standard para las gentes normales. No se podría decir que ese período fuera de un mes, seis meses o un año; el poeta Daniel de la Vega ha dicho el amor eterno dura tres meses; tendrá el hombre sus razones para hacer afirmación tan categórica...

El joven hablaba de pie, con cierto escepticismo pedante, a veces, en el que decía afección, estado, por amor, y con algún temblor emocionado en la voz, a ratos, cuando se refería a esa tierna flor. Pero en todo daba la sensación de un hombre exaltado que trataba de no caer en la vulgaridad. Había también algo de hombre herido, cuando se dirigía a la mujer madura, cuyos ojos brillantes miraban altos y fijos escrutando con sinceridad. La dama joven escuchaba con la cabeza baja, al parecer ajena a la charla, pero un temblor imperceptible de la barbilla hubiera revelado a un observador lo hondo que la afectaba aquella conversación.

- Me parece que amé durante veinte años; a veces tal vez por costumbre; pero sé de amores que han durado toda una vida - contestó la señora.

- ¡Sí, el amor de las solteronas - replicó el joven- , de esas solteronas que cuando alguna sobrina indiscreta les pregunta ¿por qué no te casaste, tía? dan un suspiro consabido y responden invariablemente: ¡porque he amado sólo a un hombre en mi vida, y ese hombre murió en plena juventud!

- Sí, señora - continuó- , esa solterona no tuvo oportunidad de volver a encontrar un amor en su vida, porque se aferró a un fantasma, a una ilusión, a un sentimiento falso, de falsedad absoluta, y que sobrevivía a la ley de los tres meses del poeta, sólo porque estaba muerto.

- No es prudente aplicar filosofía y leyes al amor - respondió la dama con aire de superioridad.

El charlador cogió una silla con el ademán del aventurero que llega cansado de un largo viaje y se dispone a contar una de sus aventuras; se sentó, sacó un cigarrillo, lo encendió, afirmó los codos sobre sus rodillas, echó el cuerpo hacia adelante, recogió con un gesto peculiar un mechón rebelde y dijo.

- Voy a narrarle una historia real, brevemente, en la que se demuestra cómo a veces queda prendido en el ser un vestigio de amor, la colilla de un cariño, a veces una cicatriz y, a pesar de que todo ha concluido, ese ser empieza a construir sobre esa leve base un fuerte sentimiento, una pasión falsa que puede durar toda la vida, como en el caso de aquellas solteronas, y que en un instante desaparece totalmente al contacto con la realidad.

Es la historia de un error, el caso de un hombre aferrado a una ilusión que un día la realidad exterminó; pero vamos por parte, comencemos por donde se debe empezar.

Ella era una extranjera, una joven austríaca de origen judío, que vino a Chile huyendo de los látigos que han arreado a tanta gente desde Europa hacia Occidente.

La necesidad de tener un apoyo en esa inmensa aventura que significa para una mujer europea atravesar el Atlántico y penetrar en las vastedades de América, hizo que se casara, antes de partir, con un emigrante de su raza y de su ciudad.

No fue feliz. El hombre era mediocre y no reunía las condiciones de ese espíritu valiente, delicado y audaz que parecía poseer la bella austríaca.

La travesía del inmenso océano, la llegada a las costas americanas, la primera visión de estos vergeles, encendieron en la hija de la decrépita Europa una luz de vida nueva, la sensación de algo maravilloso que debía realizarse bajo estos nuevos cielos, detrás de estas montañas y de estas selvas que escondían el misterio. Y el marido quedó rezagado, convertido en su justa proporción, la de una cosa que servía sólo para cruzar el gran charco.

¿Sabe usted lo difícil que es realizar la leyenda de la media naranja, encontrarse un hombre y una mujer que acoplen en lo material y en lo espiritual en la misma forma que las mitades de una naranja se junten y establezcan las corrientes de sus fibras y jugos dando vida a un fruto maravilloso?

- Pues bien - continuó el narrador- , en una casa residencial de Santiago se produjo ese encuentro. Una mañana clara, en el pasillo, se encontraron frente a frente la europea y un joven estudiante de provincias.

El choque de los ojos fue como el de dos platillos de banda refulgentes al sol, y el amor estalló, súbito, como una nota vibrante entre esos dos seres que de un extremo a otro de la tierra habían venido obedeciendo a una ley de la naturaleza.

Describir el desarrollo de ese amor sería materia de una labor larga e interesante, pero voy a concretar en una comparación que le parecerá insólita, lo que eran él y ella. Uno, un vergel agreste de esta América y la otra, una paloma de la civilización un poco cansada con el vuelo a través del mar.

Eso eran él y ella: en el vergel faltaba cernir la tierra y en la paloma de albas plumas había reminiscencias de aleros milenarios; pero a pesar de ello la naturaleza se había dado el capricho de fabricar a esos dos seres el uno para el otro como las dos medias naranjas del cuento.

¿Qué sucedió? Pues algo muy sencillo o vulgar: en el amor, cosa tan antigua, ya no hay nada original.

Siempre he imaginado la pasión como una hoguera al borde de la cual andan rondando una mujer y un hombre; se miran, se invitan, tienen miedo a las llamas; hay un instante supremo en que sólo un vaivén los haría caer en el centro del fuego a quemarse, a pulverizarse, a perderse o a renacer, depende de que en ellos haya paja, metal o ave fénix.

En ese instante de oscilación a veces cae uno solo y el otro queda al borde del abismo. En nuestra historia él cayó dentro de la hoguera, ella se conservó salva en el borde y, con un gran sentido práctico o especulativo, fue alejándose del fuego donde aquél se consumía.

El joven se detuvo para encender otro cigarrillo; en su rostro se notaban las reacciones de una lucha interior que libraba a través del relato. Hablaba como si la dama de los ojos verdes no estuviera en el cuarto. Impetuoso, exaltado, elevaba el hilo de la narración hasta un punto en que parecía una propia confesión, y, otras veces, como esos cambios del sol y sombra que producen las nubes primaverales, retomaba el tono seco, sin emoción, con que comenzara su relato.

He hecho este símbolo de la hoguera - siguió el narrador- para expresar en síntesis el fondo de los hechos, pues en la superficie el asunto ocurrió de la siguiente manera: El le pidió que se divorciara y se uniera a él, y ella vaciló.

Esto es complicadísimo, mi querida amiga - continuó el joven- , una vez más se comprobó la teoría marxista de que lo espiritual está sometido a lo económico, y no olvidemos que ella ascendía de la raza más pragmática del mundo...

La súplica, el llanto, la humillación, etc., lo hicieron descender ante los ojos de la mujer, la cual se dio cuenta de que el amor desaparecía rápidamente para dar paso a la indiferencia y, por último, al fastidio.

¡Sí, señora, al fastidio; el amor puede terminarse por demasiado amor! ¡No hay nada más fastidioso para la víctima que una persona enloquecida por el amor; es como un carnero enfermo que trata de romper a cabezazos una muralla de piedra hasta que cae con los sesos destrozados!

Cayó en la bebida, en la droga, en la degeneración; pero no era de paja, había en él metales y, como el ave fénix, surgió de nuevo a la vida.
EL COMENTARISTA OPINA
¿Cómo puedo ser parte del Comentarista Opina?