Viven porque están muertos
Parte I - Parte II -
Parte III
Hay seres que se levantan del fango más limpios; del vicio resucitan con una retina a través de la cual las cosas adquieren un nuevo color; del dolor con otro sentido para apreciar el valor de la vida.
Pasaron los años, finalizó sus estudios y se recibió de abogado.
Otros tiempos, otras paredes, otras caras. Pero hay algunas plantas que son rebeldes al traslado de almácigo; nuestro héroe tuvo varios reventones sentimentales; buscó, le pareció encontrar tierras aptas, pero al final el retoño de amor fatalmente se secaba.
No pudo encontrar aquel temblor emocional de otros tiempos y este fracaso hacía surgir más fuerte aquella época de pasión, y gozo pasada junto a la bella mujer.
Al fondo de todos los caminos por donde iba en busca de otros amores, surgía inexorable la imagen de aquélla, hasta que se convenció de que estaba tarado para amar, de que la única mujer, tal vez, que pudo haber amado fue la fatal austríaca.
Hombre templado al fin, resolvió realizar el camino de este mundo con esa tara sentimental como a quien le ha salido una verruga en la nariz y la lleva con tal resolución, que pasa a formar parte de su personalidad. Así llevó esa especie de melancolía que le acompañó desde entonces, como una característica natural de su persona.
¡Y aquí viene mi teoría, señora - dijo el joven, frotándose las manos y pasando a un tono risueño- . ¡Necesitaríamos vivir mil años para establecer las leyes de un solo corazón humano!
Un buen día recibe un llamado telefónico. A través de la vibración mecánica de una voz, reconoció el timbre cálido de ella, que lo citaba para la tarde siguiente.
Nuestro protagonista pasó una noche inquieta. La mujer que no veía durante años, la bella austríaca a cuyo acuerdo se había acostumbrado como una cosa sucedida en otra vida, surgía de pronto, con aquel llamado telefónico, con los mismos fuegos donde él quemara su vida.
¿Me necesitará simplemente para algún asunto que nada tiene que ver con aquel amor? ¿Me habrá amado en la misma forma en que yo la he amado y hoy una crisis ha quebrado su resistencia, llamándome?
A medida que se formulaba estas preguntas notaba que su reciedumbre se iba desplomando. El hilo telefónico se le había incrustado en los nervios, y la voz de la mujer como una carga galvánica allá en el otro extremo del cobre hacía resucitar aquel cadáver de amor, aquella pasión muerta, cual una rata de laboratorio revivida por ese procedimiento.
¿Y si una cruel curiosidad femenina, comprobar que aún tenía influencia sobre ese corazón de varón, era la causa de la cita?
Por fin llegó la hora de despejar todas las dudas.
El encuentro fue sereno. Dos miradas intensas trataron de pulsar los estados de ánimo. Un saludo cortés y empezaron a pasear por un sendero del parque de Providencia, entre remansos de follajes arreglados con una elegante rusticidad.
Un silencio presente como un ser los acompañaba. La tarde poco a poco fue cayendo con su penumbra. El silencio se convirtió en un estado tenso que cada cual esperaba que el otro interrumpiera; pero ninguno se atrevía a romper aquello con una palabra que hubiera sonado con el tono hueco y deshumanizado de los ecos en algunos oquedales.
El paliaba aquella tensión mirando al cielo donde las primeras estrellas empezaban a rutilar y ella, con la cabeza baja, contemplaba la tierra obscura y cercana.
De pronto, suavemente, apoyó su mano en el brazo de él. Estuvo a punto de temblar, apretó los dientes y los puños hasta hundirse las uñas en las carnes y así contuvo el temblor que pudo haberlo traicionado. Pero un hormigueo inundó todo su cuerpo. Una presión voluntariosa fue librándolo hasta adquirir otra vez su aplomo.
Ella, por suerte, no notó el estado de angustia por el que acababa de pasar su acompañante; si lo hubiera notado se habría salvado de caer vencida en esa lucha por la dominación que encierra todo amor.
Usted verá, señora, que el amor es recíproco sólo en su primera etapa; después, uno ama más y el otro sólo se deja amar; la pasión generalmente empieza cuando ya existe una completa indiferencia en uno de los sujetos - afirmó el joven.
Una luna brillante ascendió por detrás de la cordillera, del río vino una brisa suelta que se perdió entre el follaje, removiéndolo, y todo pareció complotarse para un instante romántico.
Eran dos inteligencias despiertas que entablaron una lucha para no ceder a ese instante; una lucha en la que intervenían la naturaleza, el ambiente de aquella hora y esos dos corazones debilitados por un estado de ánimo especial.
Trataron así de no ser cogidos por la oleada romántica del caer de la noche.
Para descargarse de la espesa fuerza sentimental que provenía de la tierra, de las sombras, de los juegos de luz del follaje, etc., se detuvieron de súbito y se miraron, interrogantes, a los ojos.
Los dos tenían una palabra fría, tal vez vulgar, sin importancia ni asunto, para quebrar aquel embrujo de la hora, pero se les quedó atravesada en la garganta ante el encuentro de los ojos y... no resistieron. La naturaleza, la hora, el ambiente, triunfaron.
Un beso largo y sostenido contuvo todos aquellos años de separación y dio salida a la tensión del momento.
Ella confesó haber sido un poco cruel, calculadora. Dijo que una seguridad demasiado grande en el amor de él se había desviado en un extraño sentimiento de crueldad, algo parecido al goce de los flageladores.
- ¡Sí, señora - se interrumpió el joven- , hay flageladores del espíritu, de los sentimientos, que flagelan a los seres que aman! ¡El amor lleva un pequeño engendro de odio y ay del día en que el diminuto monstruo se desarrolle o se refuerza en ciertos apasionantes temperamentos!
Se había divorciado, y el conocimiento de otros hombres le había demostrado la grandeza de ese primer amor, dándose cuenta del error que había cometido al dejarlo.
Se entregaron esa noche con todo el bagaje de recuerdos y sentimientos que había acumulado el pasado; pero al día siguiente, nuestro protagonista amaneció como uno de esos cajones cordilleranos que un día despejado, aparecen al otro revueltos de nubes.
¿Era la felicidad que se había desplomado tan de golpe sobre él, atontándolo? ¿Era un resabio cauteloso ante una posible nueva jugada de la flageladora? ¿Qué había, pues, en esa desazón sentida sólo en algunos días melancólicos de la lejana adolescencia? ¿Amaba ahora sólo la carne de aquella mujer y no al espíritu que la animaba?
Recordaba que algo, en un instante, había pasado esa noche. Algo terrible, semejante sólo a esa desesperanza que nos produce la muerte cuando nos arrebata el misterio que amábamos, dejándonos sólo la bazofia de la carne inerte.
A través de los días fue sedimentándose una verdad: ¡No la amaba!
El tiempo había hecho desaparecer aquel amor; pero la quemadura de la hoguera había dejado su cicatriz y sobre ella se había construido un sentimiento falso, una creencia que se encargó la propia causante de destruir. Fue un fantasma que se esfumó al primer contacto con la realidad.
- ¡Sí, señora - continuó el narrador, subiendo el tono de la voz, ya exaltado, para finalizar proclamando la tesis de su historia- . El amor eterno dura tres meses, como dijo el poeta; los otros son amores falsos que se fincan en una herida, en una cicatriz, como hongos malsanos de los cuales debemos precavernos! ¡Son, en fin, el caso de las solteronas, cuyos amores viven porque están muertos! ¡Si un día se levantara de la tumba alguno de esos adolescentes amados, estoy seguro de que estas viejas ya no sentirían nada por él! ¡Sí, sólo viven porque están muertos!
Oculto el rostro con un pañuelo, la mujer de los ojos verdes atravesó presurosa el departamento y fue a encerrarse en su cuarto.