SANTIAGO.- El sábado 13 de septiembre, Claudio Spiniak despertó feliz en el departamento que su madre le había arrendado dos semanas antes y en el que se había instalado el miércoles 10. El día estaba despejado y se anunciaban 27 grados, pero sus preocupaciones poco tenían que ver con el clima. Ese día era su cumpleaños. Y su familia vendría a celebrarlo.
Al empresario le gustaba cocinar y de hecho tenía buena mano. Unas pechugas de pollo rellenas, carne envuelta en masa de hoja y diversas ensaladas constituirían el menú simple, pero sabroso, con el que festejaría sus 55 años. Su propio hijo Rodrigo lo ayudaría en esos menesteres y los padres de Spiniak, su ex esposa Verónica, sus hermanos e hijos, terminarían dando buena cuenta de los platos y felicitando al cocinero.
El hombre tenía razones para estar contento. Tres meses antes había salido en libertad provisional. Luego de permanecer seis meses detenido en la Penitenciaría, procesado por tráfico de drogas y tenencia ilegal de arma de fuego, había comenzado por primera vez un tratamiento para curar su adicción a la cocaína y el alcohol, una combinación letal que derrumbaba la cárcel mental donde tenía enclaustradas sus patologías más perversas.
Los días en el penal no habían sido fáciles. Obligado a una abstinencia forzada, sufrió los síntomas típicos de la privación y por momentos creyó volverse loco. Pero también fueron días en los que pudo reflexionar sobre el viaje autodestructivo en el que se había embarcado en los últimos 15 años. Un viaje en el que conoció el infierno y experimentó hasta dónde era capaz de llegar... y sabía que podía llegar lejos.
Camino a la perdición
Dos factores ayudan a entender el salto al vacío que Claudio Spiniak realizó hace más de una década: una homosexualidad que nunca fue capaz de asumir en propiedad y su afición por desarrollar actividades en las que el riesgo asociado a ellas sólo era comparable al gozo que le producía practicarlas. Cinturón negro 4.0 dan en karate, esquiador eximio, rugbista y amante de los deportes en general, le gustaba despertar su adrenalina a punta de velocidad, golpes y sensaciones fuertes.
En la superficie, Spiniak desarrolló desde niño una vida normal. Segundo hijo de un total de tres de una familia judía con recursos, desarrolló una personalidad más bien introvertida en el Grange y en la Universidad Católica, donde estudió Ingeniería Comercial con la vara alta que le imponían los éxitos académicos de su hermano mayor, Paul, pero que no alcanzó a terminar.
Se redimió posteriormente gracias su buen olfato para los negocios, que fue un verdadero aporte en el desarrollo de la empresa familiar, Frigosam.
Sin embargo, mirada hacia adentro la historia no era tan glamorosa.
Su familia estaba compuesta por un padre enfermo que le generaba permanentemente una sensación de incertidumbre e inestabilidad, basada en la alteración cardíaca que padecía y por la cual, aseguraba, podía morir en cualquier momento. Era su madre quien ponía los límites en el hogar, pero con frialdad. Claudio Spiniak accedería, entonces, durante toda su infancia, adolescencia y adultez temprana - consciente e inconscientemente- a tratar de sentirse querido complaciendo a los demás.
La carga emocional se hacía más pesada con la confusión que presentaba respecto de su identidad sexual, que peleaba día a día por mantener a raya y a la que respondió con dos matrimonios y seis hijos.
Según gente que lo conoce bien, recién tras su primera separación comenzó a explorar sus gustos propios. Y es su segundo matrimonio el que marca el punto de inflexión en el que Spiniak se inicia en el camino de las drogas.
"Él fue muy infeliz durante esos años", afirma un cercano suyo, quien agrega que esa insatisfacción coincidió con sus primeros contactos con "dealers" y traficantes. Los efectos de la cocaína no demorarían mucho en debilitar sus mecanismos defensivos sicológicos, posibilitando que los rasgos patológicos de su personalidad, reprimidos durante tantos años, por fin comenzaran a expresarse libremente.
En 1994 no aguantó más. Se separó de su segunda esposa y se fue a vivir solo. Sin familia frente a la cual mantener su imagen pública. De vuelta del trabajo, en las noches Spiniak se hizo una presencia conocida en los círculos de homosexuales y traficantes de droga de Santiago. La venta de Frigosam, en 1995, no sólo le significó el ingreso de 10 millones de dólares en su cuenta corriente, sino también más tiempo libre para potenciar sus desviaciones. Se dio sus gustos, como una larga estadía en Japón para perfeccionar su karate, cultivar el budismo y practicar la meditación zen, acompañado por su amigo Marcos Hilrizeg (hoy fallecido), con el que siguió hasta Tailandia.
Fue otro viaje el que lo hizo desarrollar una sicopatía que lo acompaña hasta hoy: el sadomasoquismo, que comenzó a practicar regularmente de regreso a Chile (ver entrevista). Según el último examen siquiátrico que se le practicó en junio pasado, el empresario "sufre de parofilia, un trastorno sexual que puede generar importante sufrimiento a quien la padece, y que corresponde en su caso al grupo de los sadomasoquistas: obtención del placer sexual sufriendo personalmente y/o haciendo sufrir a la pareja sexual".
La parofilia se complementó entonces con la homosexualidad egodistónica que presenta - caracterizada por el alto nivel de desencanto con su situación que muestran quienes la tienen- y donde "el sufrimiento personal es equivalente a la penitencia por la culpa que le genera al sujeto la tendencia homosexual", como sostiene el informe fechado el 10 de junio pasado. "Gran parte de las reflexiones de Claudio tienen que ver con la incertidumbre que le genera internalizar que 'pudiera ser homosexual'. Hay una lucha interna en él por no serlo", comenta una persona de su entorno. Eso, hasta que la cocaína y el trago - podía tomar hasta ocho botellas de pisco diarias- le permitían dar rienda suelta a sus pasiones.
De acuerdo a los mismos informes siquiátricos que evaluaron sus patologías, en ninguna parte aparece la pedofilia como una desviación presente en su cabeza. Por el contrario, su masoquismo lo llevaba a buscar jóvenes aptos física y mentalmente para que lo golpearan y humillaran.
La bizarra mezcla de goce y dolor que sentía en sus fiestas - que podían durar de 24 a 36 horas- la prolongaba después viendo los videos que grababa de dichos encuentros.
Respeto a combos
Los '90, Claudio Spiniak los pasó intoxicado en forma permanente. Fueron constantes las discusiones con sus hijos y parientes para tratar su adicción. Hasta que la noche del 18 de diciembre de 2002 cayó preso con cuatro gramos de cocaína en las manos.
Detenido en la calle uno de la Penitenciaría - donde se encuentran los reos primerizos- , su edad lo salvó de ser abusado sexualmente por los otros reclusos, quienes lo llamaban "tatita". Tal como lo hiciera en su juventud, se dedicó a agradar al resto haciendo los distintos mandados que le pedían, hasta que un día se aburrió y preguntó quién era el mejor para pelear. A su contendor le explicó que simplemente quería estirar un poco las manos y, en pocos segundos, le "marcó" seis patadas en la cara y otros tantos golpes en el rostro y genitales.
A partir de ese día pasó a llamarse "Don Claudio" y nadie más lo molestó, ni siquiera cuando fue transferido al módulo C, donde están los presos más peligrosos.
Mientras el empresario se hacía respetar en el penal, sus familiares contrataban en marzo al siquiatra Luis Ignacio Pinto, director médico del Instituto de Neurosiquiatría, para que les devolviera al Claudio Spiniak de hace años.
Después de insistentes ruegos a la jueza titular del 33er Juzgado del Crimen, Eleonora Domínguez, sus abogados lograron que ésta permitiera el ingreso del empresario a la clínica Santa Sofía. Fue clave el diagnóstico de los siquiatras del Servicio Médico Legal, Sofía Ortiz y Enrique Sepúlveda, quienes concluyeron el 26 d