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Julio Pérez Silva, el asesino de Alto Hospicio

Registro inédito de la infancia violenta del homicida, sus crímenes, confesados sin asomo de arrepentimiento, y cómo vive hoy el reo más oneroso de Chile.

26 de Febrero de 2004 | 12:35 | Marcela Aguilar, El Sábado de El Mercurio (21 de Diciembre de 2001)
Julio Pérez Silva
El asesino de Alto Hospicio
Julio Pérez Silva tenía siete años la noche en que su padre le azotó la cabeza contra una pared por haber entrado a su habitación sin pedir permiso. El niño quedó inconsciente por el golpe. Su madre, paralizada de miedo, no pudo defenderlo.

Elsa Silva solía llevarse la peor parte durante los arranques de violencia que el alcohol despertaba en su marido. Cuando se sentían sus pasos tambaleantes por las calles de Puchuncaví, todos corrían a esconderse entre los cachureos del patio. Sólo regresaban cuando oían los ronquidos del hombre, desplomado sobre su cama. Al crecer, los niños ya no arrancaban, sino que se quedaban a defender a la madre. Pero Julio podía hacer poco: era el quinto entre los seis hermanos, demasiado pequeño para encarar al padre alcohólico.

Él también se llamaba Julio Pérez. Por años fue operario de Enami en Ventanas, pero las frecuentes ausencias después de sus borracheras provocaron su despido, en 1975. Tuvo que buscar trabajo en las siembras, como jornalero. Murió de cáncer hace dos años. En el norte, su hijo Julio ya había comenzado a matar.

Su madre dice que le escribió apenas una carta desde allá. Elsa Silva ha estado mal desde la detención. En algún momento quiso visitarlo, para preguntarle si era cierto todo lo que decían de él, pero sus otros hijos le aconsejaron que no lo hiciera. Saben que Julio Pérez es odiado y temen que alguien pueda cobrarse venganza con ellos. Por eso, aunque el asesino confeso ya no está incomunicado, no ha recibido ninguna visita en estos dos meses de prisión.

La familia tiene razones para temer. Pérez Silva está sentenciado por los reos de las cárceles de Iquique y Arica. Mantenerlo vivo es una prioridad para Gendarmería, que envió un equipo especial de quince gendarmes para protegerlo. Ellos lo vigilan en turnos de cuatro, cada cuatro horas. Lo alimentan con la misma comida que preparan para ellos.

En Arica, Pérez ocupa todo un ala del cuarto piso del módulo disciplinario. Eso significa que hay catorce celdas desocupadas junto a la suya. Como no puede salir a ningún patio, sus guardianes le abren las puertas de las habitaciones para que él camine durante el día.

No le resulta fácil. Julio Pérez lleva un overol especial, sin cierres y con las mangas y pantalones cosidos de tal manera que no puede mover libremente brazos ni piernas. También usa unas pantuflas sin cordones. A su alrededor no hay nada que pueda usar para amenazar a un guardia o hacerse daño él mismo.

Ministra en visita Eliana Ayala
Ministra en visita Eliana Ayala
Y cuando la ministra en visita Eliana Ayala pide interrogarlo en Iquique, los gendarmes lo trasladan de noche, lo meten en un furgón acondicionado como dormitorio y sólo lo sacan de allí para ponerlo frente a la magistrada. El furgón se estaciona en un patio de la cárcel, pero Julio Pérez nunca entra en el edificio. Ahí está preso Juan Pablo Arriagada, el medio hermano de Laura Zola, una de las víctimas del asesino. Hay vecinos y parientes lejanos de las otras niñas. La presencia de Pérez podría provocar un motín. Por eso está más seguro dentro del vehículo. Ha pasado hasta dos semanas durmiendo ahí.

No se queja. No llora. Habla poco. Relata sus crímenes sólo si alguien le pregunta, y en ese momento es capaz de hilvanar una historia detallada y coherente. No le tiembla la voz. Es casi como si estuviera contando una película, como si su vida no fuera suya. Por supuesto, no pide perdón y jamás ha mostrado arrepentimiento.

La víspera

Consta en el proceso que alguna vez sí lloró. Fue cuando empezó a ir a la escuela en Puchuncaví, a los seis años, y los niños se reían de él porque no tenía uniforme y, en vez de zapatos, usaba sandalias de goma sobre los calcetines. Julio Pérez no respondía, sólo agachaba la cabeza. Lo mismo hizo a los 11 años, cuando sufrió los manoseos de un niño mayor. Nunca se atrevió a acusarlo.

Tenía problemas para aprender. Pasó de curso automáticamente hasta cuarto básico, pero después repitió tantas veces que salió de octavo a los 17 años. De su época escolar recuerda a un par de amigos. José y Óscar. Nadie más, en once años.

Julio Pérez Silva
Julio Pérez Silva el futbolista
Lo único que lo salvaba del aislamiento total era su habilidad para la pelota. En su adolescencia se integró al equipo de su barrio, Cruz del Llano. Estos últimos cuatro años participó en el club El Esfuerzo de Iquique. Sus compañeros de antes y los de ahora coinciden en lo mismo: llegaba justo a la hora del partido y se iba apenas éste terminaba. En la cancha era notable, pero afuera no existía.

A los 14 años se encandiló con una niña de su edad que se llamaba María y estudiaba en otro curso de su misma escuela. En medio de su grupo de adolescentes, él se acercaba a ella, hasta tocaba su brazo a veces. Pero nunca se atrevió a hablarle.

Con el tiempo sus hermanos mayores se trasladaron a La Calera. En una de sus visitas conoció a Mónica Cisternas. Pololearon cuatro años y se casaron cuando ella se embarazó de su primera hija. Hoy, él reconoce que no se sentía enamorado y que sólo se acordaba de ella cuando la visitaba.

Vivieron un tiempo de allegados en Puchuncaví, en la casa de una hermana de él. Después recibieron una mediagua de la municipalidad y la instalaron en un sitio arrendado. Pero las cosas no iban bien. Mónica se fue, regresó, quedó embarazada de su segunda hija y aun así decidió regresar a La Calera. Sigue siendo la esposa legal de Pérez Silva, aunque nunca recibió de él la menor ayuda para criar a sus hijas.

En La Calera, Pérez conoció a María Ulloa. Ella era dos años mayor, estaba casada y tenía tres hijos. Decidió separarse para vivir con él. Después de un año se fueron a Puchuncaví con los niños. Pérez dice que tuvo problemas con la hija mayor, Jacqueline, que era muy díscola. Sin embargo, Jacqueline asegura que él intentó violarla.

Pérez reconoce que la misma acusación hicieron tres vecinos suyos en 1995. Tuvo que enfrentarlos en la oficina de un abogado de la municipalidad. Según él, los motivaba alguna inexplicable animadversión. El hecho es que justo después de eso, tras cinco años de convivencia, dejó la casa y partió a buscar trabajo en el norte.

En una fiesta se encontró con Nancy Boero, una empleada municipal catorce años mayor que él y con seis hijos grandes. Nancy es alta, morena, atractiva y cariñosa. A las dos semanas se fueron a vivir juntos. Itineraron por distintas casas y se instalaron por un tiempo en un sitio que ella tenía en la avenida Pedro Prado. En 1997, Nancy decidió vender el terreno para comprarle a Julio Pérez un auto. Y no sólo eso: le pagó un curso de manejo, porque él no sabía conducir. El hermano de Nancy, Nils, salía con su cuñado a practicar por los alrededores de Iquique. Nils lo consideraba un buen hombre, que no bebía ni fumaba. Algo ermitaño, pero ordenado y amable con Nancy.

El Nissan beige le cambió la vida a Pérez Silva. Frente al volante se sentía importante. Después de haber estado años cargando sacos de sal, en enero de 2000 dejó ese trabajo y comenzó a tomar pegas esporádicas, que le permitían trabajar como taxista pirata en los periodos libres. Para entonces él y Nancy ya se habían instalado en el sector de Autoconstrucción de Alto Hospicio. Salían a dar paseos en automóvil por el desierto. Además, él iba solo muchas veces, a buscar en los botaderos algún cachureo que pudiera ser vendido.

Uno de los objetivos de la investigación actual es determinar si Julio Pérez mató a otras personas antes de llegar a la Primera Región. Por su perfil psiquiátrico, es posible. Pero también suena coherente que los asesinatos hayan comenzado recién cuando el hombre tuvo en sus manos un vehículo que no sólo le daba estatus, sino que además le permitía abordar a las mujeres con el pretexto de llevarlas y le ayudaba a deshacerse de los cuerpos en lugares apartados, sin perder demasiado tiempo. Por primera vez, Julio Pérez tenía el control.

La impunidad

El 17 de septiembre de 1998, Pérez recorría en su auto la costanera de Iquique cuando se encontró con Graciela Saravia, de 17 años. Dice que se detuvo junto a la joven y le ofreció plata para que se acostaran. Según él, Graciela aceptó, y todo iba bien hasta que ­en el relato de Pérez­ se dio cuenta de que ella quería robarle. Furioso, le amarró las manos, la bajó a la playa, la lanzó contra la arena y empezó a golpearla, una y otra vez, con una piedra que encontró allí. La golpeó hasta que Graciela dejó de moverse. No sabe si alguien lo vio. Al menos él no se acuerda.

Es el primer crimen de Pérez Silva que se ha logrado comprobar. Junto al cuerpo de Graciela se encontró una medalla con un chuncho de la "U", que hace unas semanas fue reconocida por Nancy Boero como la misma que ella le había regalado a su conviviente, y que él no supo dónde había perdido. Además, cuando Graciela fue hallada, los peritos del Servicio Médico Legal guardaron una muestra del semen encontrado en su cuerpo. Tres años después, los expertos pudieron verificar que el ADN de ese fluido es idéntico al de Pérez Silva.

Algo distingue la muerte de Graciela Saravia de las demás: su autor nunca volvió a arriesgarse de la misma forma. Varios pescadores lo vieron estacionar su auto junto a la playa y bajar el cuerpo de una mujer hacia las rocas. Ni siquiera se molestó en ocultarla.

No volvió a cometer los mismos errores. Más de un año después, el 24 de noviembre de 1999, detuvo su automóvil junto a Macarena Sánchez, poco antes de las ocho de la mañana. Con voz amable le ofreció llevarla al liceo, mientras abría la puerta del copiloto. Macarena tenía 13 años. Se sentó junto a Pérez Silva y cerró la puerta. El hombre a su lado sacó un cuchillo con una hoja de diez centímetros y se lo puso frente a los ojos. "Desvístete", le dijo.

La llevó a un cementerio de automóviles, entre los cerros. La violó, le ordenó vestirse y la obligó a bajar del auto. Le amarró las manos con los cordones de sus zapatos, la hizo caminar hasta el borde del pique Huantajaya y, una vez allí, simplemente la empujó. Macarena no sólo estaba viva, sino que además tenía conciencia cuando cayó por el túnel de 220 metros de profundidad.

Pérez dice que, luego de eso, no escuchó ningún grito. Supuso que ella había muerto al golpearse contra el fondo. Él se dio media vuelta, subió a su auto y se fue a su casa. Eran las diez de la mañana. Tenía el resto del día para eliminar cualquier huella del crimen. Nancy regresaría recién al anochecer. Se bañó, lavó su ropa y cambió la funda del asiento trasero del auto. Nada que pudiera extrañar a su mujer, acostumbrada a este hombre extremadamente limpio y meticuloso.

Pocos días después, Pérez llegó a La Calera, a pasar el fin de año con sus hermanos. Mónica Cisternas y sus hijas estaban en la ciudad, en casa de Nelly Cisternas, tía de las niñas. Pérez pidió verlas. Estuvieron juntos algunos minutos. Fue el primer encuentro en diez años.

A su regreso al norte, el 21 de febrero de 2000, Pérez conducía su auto por la carretera que atraviesa Alto Hospicio, cuando vio a una joven de jeans que caminaba por la vereda polvorienta. Se detuvo a su lado y le preguntó adónde iba. "A Pozo Almonte", le dijo Sara Gómez. Le ofreció llevarla. Ella subió.

Pérez se desvió hacia un vertedero, le agarró un brazo y trató de amarrarle las manos. Sara consiguió abrir la puerta y salió corriendo. En el camino tropezó y cayó. Pérez recogió un palo grueso desde el suelo y la golpeó en la nuca. Al verla inmóvil, le lanzó basura encima y regresó a su casa.

Sólo dos días después, el 23 de febrero, encontró a Angélica Lay, de 23 años, esperando colectivo hacia Iquique. Pérez volvió a hacerse el amable. Angélica terminó amarrada de manos, boca abajo en el suelo y con la nuca aplastada por una piedra de cinco kilos, en medio de la pampa.

El 23 de marzo, Pérez recogió a Laura Zola, de 14 años. La asesinó en Huantajaya, tal como había hecho con Macarena Sánchez. El 22 de mayo hizo lo mismo con Patricia Palma, de 17. Es imposible saber si las jóvenes murieron al golpearse con las salientes en las paredes del pique o si alcanzaron a comprender qué había al final de la caída.

En el intertanto, el 5 de abril, había recogido a Katherine Arce a la salida de la toma La Negra. Después de violarla la llevó
a un basural clandestino y la mató como a Angélica Lay. El 2 de junio de 2000, Macarena Montecinos fue ultrajada y asesinada de la misma forma, en Pampa El Molle. Cuatro semanas más tarde, Pérez conducía por la Autoconstrucción cuando se encontró con Viviana Garay. Ella también murió de un golpe en la cabeza, al sur de Alto Hospicio.

Pérez no reconoce premeditación en sus actos. "No sé", responde, cuando se le pregunta por qué mató a las niñas. Nunca oyó gritos ni llantos, ni recuerda haber forcejeado con sus víctimas. En su cabeza aparece cada una de las niñas sometiéndose en silencio a la violación y la muerte. "Se quedaban tranquilitas, tenían susto, ni hablaban", dice él.

Pero Orlando Garay no se quedó callado. Para él estaba claro que las desapariciones de las niñas estaban relacionadas entre sí, y convenció a los otros padres. Garay vendió su bote de pescador y se dedicó a buscar a su hija. El misterio de Alto Hospicio generó interés nacional.

El 18 de julio se encontró la mochila y la ropa de la joven en un basural. "Tenemos miedo de que le haya pasado algo malo. Ella jamás iba a ese lugar", dijo su madrastra, Evelyn Ardiles. Al mismo tiempo, en otro vertedero, los vecinos hallaron la mochila y el uniforme de Katherine Arce. Dos días más tarde Inés Valdivia, madre de Patricia Palma, distinguió en una quebrada de El Boro la ropa interior de su hija. "Si fue asesinada, por favor, digan dónde está su cuerpo", pedía la mujer.

La revelación

No hay evidencia ni confesión de Pérez respecto de otro homicidio después de Viviana Garay. Al parecer, el clima de alerta que se vivía en Alto Hospicio le impedía actuar con la facilidad de antes. En público, él se sumaba al temor colectivo. A mediados de este año, cuando trabajaba a contrata para Sigdo Kopers, un compañero suyo le escuchó afirmar, a propósito
de Alto Hospicio: "Si alguien le hiciera algo a mis hijas, yo lo mato".

Él seguía representando su papel de buen tipo. Sus vecinos nunca lo oyeron gritar ni lo vieron enojarse. Les daba confianza el cariño con que despulgaba a sus tres perros. Le dejaban a sus hijos ­e hijas­ encargados cuando salían. Alicia Moreno recuerda que su niño se iba a ver televisión en la noche a la casa de Pérez, y que él y Nancy le hicieron a su guagua el único regalo que recibió la Navidad pasada.

Pero el criminal no se había detenido por completo. El 17 de abril de este año, Pérez abordó a Maritza D., de 16 años, a la bajada de la micro en el sector de Autoconstrucción. Era de noche y no había alumbrado público, así es que la joven no pudo ver al hombre que la sujetó por la espalda y la amenazó con un cuchillo. La adolescente fue ultrajada y regresó caminando a su casa. Sus padres la llevaron al hospital de Iquique, donde se le extrajeron muestras de semen. Hace unos días, los análisis mostraron la identidad del agresor. Maritza no estuvo segura hasta que, en un careo, escuchó a Pérez hablar. De inmediato reconoció su voz.

El 4 de octubre, sin embargo, el asesino aún circulaba por las calles de Alto Hospicio sin despertar sospechas. Faltaba poco para las ocho de la mañana cuando divisó la melena castaña de Bárbara N., quien caminaba hacia el anexo del liceo Eleuterio Ramírez. Como hizo con las otras, Pérez le ofreció llevarla.

Luego de violarla, le ordenó vestirse, la sentó a su lado y siguió camino hacia el desierto. Bárbara estaba alarmada, pero se daba cuenta de que las cosas podían ponerse aun peores. En un intento de congraciarse con Pérez, sacó de su mochila el sándwich que llevaba como colación y se lo ofreció, pero él no quiso. El auto se detuvo junto a una fosa natural, nueve kilómetros al sur-oriente de Alto Hospicio. Pérez ordenó a la niña sentarse en el borde y desde ahí la arrastró de los pies hacia abajo. La fosa tiene diecisiete metros de profundidad. Bárbara quedó sobre una pequeña elevación. Pérez la puso boca abajo y subió. "Vas a morir igual que las otras niñas", recuerda haber oído Bárbara, antes de sentir el golpe de una piedra y perder el conocimiento.

Pérez reconoce haberle confesado sus crímenes a Bárbara. Y dice que no sabe por qué lo hizo. Más que remordimientos,
es probable que sintiera decepción porque nadie atinaba con la hipótesis correcta sobre las desapariciones.

El mismo día en que violó a Bárbara, Pérez fue detenido al entrar a la Autoconstrucción. Nunca opuso resistencia ni mostró nerviosismo. Y cuando los carabineros de la subcomisaría de Alto Hospicio le dijeron que era sospechoso de violación, él respondió: "Eso es imposible". Sólo enfrentado a la niña reconoció el hecho.

Pérez asegura que no intentó matarla. Que, si cayó alguna roca, fue por un deslizamiento del terreno mientras él subía. Y que la dejó ahí viva, para que pudiera regresar caminando. Pero la magistrada no le creyó. La semana pasada decidió encausarlo por intento de homicidio en contra de Bárbara. Este cargo se suma a los anteriores: nueve homicidios y dos violaciones.

El procesado los reconoce sin titubeos. En los interrogatorios afirma que todo lo hizo sin ayuda y nunca ha pretendido alegar demencia. El abogado que le designaron, Osvaldo Flores, lo visitó una sola vez y no ha querido encontrárselo de nuevo. Pérez lo recibió con una indiferencia humillante y le dijo que no le interesaba su defensa.

Julio Pérez sólo ha pedido que le entreguen su ropa y que lo visite Nancy Boero. Nadie más. Pero Nancy se niega a enfrentarse a él otra vez. Le llevó una frazada y una chaqueta verde enviada por su hermano Nils. Pero le deja las cosas
y se va.

El asesino no desespera. Es más, sus gendarmes dicen que duerme tranquilo. Ellos lo saben con certeza. Una lámpara fluorescente lo alumbra toda la noche, para facilitar la vigilancia. Por más que lo observan, sus guardianes no hallan nada en sus gestos que delate sus crímenes. A sus 38 años, Julio Pérez Silva es un maestro en esconderse. Incluso dormido.
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