Cuando se apuesta a la lógica de los resultados como única y constante explicación para defender y sostener un proceso futbolístico, los riesgos son mayúsculos. En todos los ámbitos. Por ejemplo en el de los entrenadores. Si éstos prefieren moverse en ese terreno corren el peligro de caminar por la cornisa de la inestabilidad. Si los dirigentes optan por esa política también terminan amarrados: la lógica de la acción y reacción los obliga a tomar decisiones inmediatas, lejanas a la reflexión.
El panorama descrito puede ilustrar la realidad actual de la selección nacional. Se trata de un cuerpo técnico que fundó su legitimidad a partir del cumplimiento de objetivos puntuales, olvidándose de la forma, apelando en ocasiones a la soberbia y desconociendo una historia y un estilo que, con altos y bajos, lograba competir con relativa dignidad. La derrota con Argentina y el triste empate con Perú en el Estadio Nacional desatan y revelan un problema que, por la categoría de dos figuras que sobrepasan largamente la media histórica (Iván Zamorano y Marcelo Salas), permanecía oculto.
Chile no jugaba bien desde hace rato, pero la fe en el poder de fuego que irradia la dupla de atacantes titulares y la vieja creencia de que en algún momento el equipo aparecerá hicieron pensar que en la hora de la verdad, cuando las eliminatorias arrancaran con su tradicional tensión, las dificultades se superarían. Como sucedió en las anteriores clasificatorias, en la preparación al Mundial o en la pasada Copa América. Pero los vaivenes futbolísticos indicaron lo contrario y la interrogante que el medio futbolero se hacía con frecuencia - ¿qué pasará cuando Zamorano o Salas no funcionen?- llegó.
Chile quedó al desnudo, sin respuestas para afrontar una realidad que en el corto plazo asoma definitoria y dura. Las fórmulas mágicas y los facilismos no son buenos consejeros. El sentido común reclama elegir un par de opciones y respaldarlas más allá de la presión ambiental. Decirlo es fácil, actuar en consecuencia es complicado. Pero el camino es escoger un grupo de jugadores, otorgarles confianza y afrontar las clasificatorias hasta el final, con incorporaciones que alteren el maquillaje y potencien el cuadro en todas su líneas.
Se acabaron los plazos. Los experimentos no dieron el tono. Los jugadores más experimentados son hoy los llamados a luchar por un equipo cuyas opciones de clasificación permanecen intactas, pero que futbolísticamente arroja demasiadas dudas. Entregar el testimonio a la generación que emerge demostró no ser solución. Tampoco es justo endosarles un fardo enorme, que podría incluso tener consecuencias traumáticas sobre sus carreras.
Definir un equipo y darle continuidad
- asumiendo carencias y yerros que a estas alturas no se pueden solucionar- es la tarea. Buscar culpables asoma inoficioso, aunque la lección que dejan estos duelos iniciales es que el fútbol chileno nunca más puede otorgar a un seleccionador el poder absoluto. Aunque gane siempre y se llame como se llame. Es muy peligroso.
Por Danilo Díaz