Ya lo había visto, varias veces.
Lo había visto en Bellavista, en Providencia, en Vitacura, en la Alameda. En miles de partes y siempre hacía lo mismo, mirarlo, impactarme de su pinta y seguir caminando pensando en él un par de minutos. Y luego olvidarlo hasta un nuevo encuentro.
Pensaba en su vida, en lo que sería su rutina, suponiendo. Sospechando lo insospechable. Viaja, es un trotamundos, un atleta de la vida, y de sus vueltas. Un loco, asignado por la sociedad. Su pinta es extraña, muy extraña. No solo porque es un hombre de unos 50 años, con falda, patas apretadas, y zapatillas, si no porque sobre esa falda, tiene una chomba enorme, que le cubre el torso.
Su cara, más bien sus mejillas, están exageradamente pintadas con dos círculos redondos, de colorete como la "Tía Pucherito" para los que la recuerdan.
En su cabeza lleva un gorro de lana, siempre. Invierno o verano. Y en sus oídos, un par de audífonos enchufados a nada. Lo que no entorpece que cante baladas irreconocibles por el ser humano civilizado.
Su olor no es malo, sólo fuerte.
Su estampa provoca un poco de miedo y respeto, pese a su cómica fachada. El día que lo volví a ver venía del trabajo, cansada, y feliz. Estaba escuchando una canción que hablaba del amor y de las ganas de conocer los enigmas de la pareja y del hombre.
Me dejé llevar por la letra, -era un día de verano- y el atardecer, combinado con la música y la poca cantidad de autos esa tarde, me obligaron a detenerme al lado del itinerante viajero.
Detuve el motor un poco más allá de su caminata. Era una calle grande, pero transitada, así que nadie paraba en la mitad, como lo hice yo, eso significaba que si algo malo podía suceder, nadie me podría ayudar. Jamás pensé que podía ser peligroso.
Me acerqué a él, con un simple “hola”. Ni siquiera me miró y siguió su cantar.
-¡Hola!, exclamé una segunda vez, ya más fuerte y mirándolo casi a un metro de distancia.
Me sobrepasó, como si yo no existiera. No dijo nada, ni tornó su mirada hacia la mía. Solamente caminó por mi lado a paso más veloz, haciendo esos extraños sonidos y moviendo sus manos.
Fue entonces cuando ya, delante de mí, estiré mi brazo para tocar el de él –por la espalda-. Grave error.
Le dije: “Señor, quiero hablarle”, y mientras mi brazo llegaba al de él, sentí una extraña energía, como una electricidad, en conjunto con una reacción refleja que se vio materializada en un “aletazo” enorme.
Su brazo inmenso, con fuerza y furia, recayó sobre mi cara, entre mi nariz y mis labios. Caí entre unas piedras, viendo las primeras estrellas aparecer sobre nuestro cielo.
Estuve botada unos tres minutos, no inconsciente, sólo débil. Toqué lo intocable. Me metí en lo prohibido, e irrumpí una paz y una vida que no quiere visitas.
No me haría famosa si le hablaba, me haría más famosa si la curiosidad no me hubiera ganado. Ahí habría sido una súper heroína. No lo fui. Y es por eso que nunca comenté el incidente y me fui triste a mi casa, con el labio hinchado, producto de mi propio ego.
Cuando me levanté, él ya no estaba. Por ningún lado. Sólo quedó un extraño olor, como a pipí y una mancha en el suelo. Se había arrancado como un animal asustado. Me sentí morir. Aprendí. No lo he vuelto a ver. Tal vez ese era nuestro último encuentro.
Encuentro del cual, claramente, aprendí más yo de él, que él de mí. El ya no tiene más que aprender, a mí me queda un largo camino.
Amanda Kiran