Ya estaba casi perdiendo la conciencia. Estaba en la parte que el sueño te está ganando, pero no quieres dejarlo que te venza. En ese minuto es demasiado importante para ti, seguir ahí en la vida misma.
Pero no pude. Me estaba matando el sueño, tenía que llegar luego y el cansancio no me dejaba cumplir mi tarea bien. Iba rápido, teníamos que llegar a descansar para poder competir bien en la regata que nos esperaba al día siguiente.
Un viernes después de la pega, agotada, es difícil salir a manejar por la carretera de noche. Eso lo debía haber pensado antes. Mientras se me cerraba un ojo, el otro intentaba reincorporarse, pero mis diminutas pestañas tuvieron la fuerza de una montaña y se cerraron como una cortina de fierro, y me hicieron desaparecer por escasos segundos.
Los segundos necesarios para que justo delante de la camioneta se cruzara una vaca enorme. Escapaba de algo. Los cercos no fueron suficientes y nada la detuvo de cruzar en la mitad de la carretera a medianoche. Yo sólo me reincorporé a medias cuando tuve que tomar con fuerza el volante para tratar de esquivar a ese fuerte animal que parado en la mitad me observaba con su cabeza de lado.
No tuve la velocidad de reacción necesaria y la agarré de lleno. El pobre animal, como si la hubiese tomado un tornado, salió volando y calló al otro lado de la calzada. Mi camioneta en cambio, perdió el control un rato, hasta que los frenos anunciaron que el final de esta maniobra estaba llegando. El capó, totalmente arrugado; el parabrisas, roto; el cinturón abrazado a mí, como una madre en celo, y mi corazón transformado en un músculo reactivo que no quería parar de funcionar.
Mi cuerpo, intacto; el del copiloto, también; mi tez, mas pálida que de costumbre y mis manos aferradas al volante. Ni siquiera temblaba.
Sin garabatos, sin reacción, sin intención, me bajé del auto. Fue cuando empezaron mis dudas y mis temores.
¿Estaré viva? ¿Será así la muerte?
Llegaron rápidamente, dos camionetas de bomberos, de una playa cercana al lugar del choque; luego un auto de carabineros, que nos remolcó hasta el pueblo. Toda la gente era amable, sonriente, pacífica, como me imagino que es el cielo. Toda la gente tranquila, con buenas actitudes, con las mejores intenciones.
Al día siguiente despertamos en la casa donde nos dejaron los carabineros, era de unos amigos. Llamamos a la grúa.
Como nunca en esta país, llegó antes de lo esperado, y con una amabilidad única. Yo, con mi perfil medio extraviado por el impacto, mitad dormido por el sueño, seguía imaginando que estaba en un mundo paralelo, donde todo era igual pero mejor. Todos eran amables, todos eran tranquilos y no existían mayores problemas para ninguno de ellos. Conocernos ya era una bendición.
Así me sentía, y me seguía cuestionando donde estaba, sin ningún dolor después del tremendo impacto sufrido.
Fue entonces, con la camioneta arriba de la grúa, cuando empezó nuestro trayecto de regreso, sin regata, sin competencia, sin deportes por ese fin de semana.
Pasamos de nuevo por el lugar del choque, el lugar que me aterraba encontrar. Si mi teoría era cierta, la verdad aparecería en frente del lugar de los hechos.
Con la imaginación ciento por ciento revuelta, la teoría de la vida paralela aún podía ser cierta y me sentía algo vulnerable y débil con aquel hecho.
Pasamos frente al cruce, y la vi. Fue terrible, me dio pena, rabia, me dio angustia. La vaca yacía a un lado del camino, tal cual como la dejamos en la noche.
Estaba muerta, sin sufrir, pero ya a esa hora de la mañana, recién pasadas nueve horas del impacto, estaba sin ningún pedazo de carne en su cuerpo, sólo restaban sus huesos y algo más. Ya la habían carneado completa.
Ahí confirmé que yo seguía viva, que este seguía siendo mi mundo, y que había amabilidad y cortesía perdida nada más.
La vaca sufrió un ataque. Caníbales, no; gente con hambre, tal vez. El 18 chico, este año, corrió por cuenta nuestra.
Y nosotros, gracias a Dios, todavía acá y sin ningún rasguño.
Amanda Kiran