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El Dalai Llama

07 de Noviembre de 2003 | 09:51 | Amanda Kiran
De jovencita, patúa. ¿Cómo no serlo?

Rodeada de hermanos viajeros, lunáticos, intolerantes de las ropas de colegio, las corbatas, la vida en régimen; y eso que vivíamos en régimen, no sólo en la casa, si no que en un país, con horas exactas de llegada.

Que los jóvenes de hoy ni sepan, porque no lo entenderían, no hay espacio en la cabeza para la obligación de cerrar la puerta de la casa a la una. Es de locos, suena de locos. Esa misma locura fue la que me hizo ver a mí, e insistir en esas ganas locas de viajar, sola, acompañada, lo que fuera, salir a conocer.

Conocer otro mundo, otro idioma, otras costumbres, saber qué pasaba al otro lado. Mis hermanos fueron desapareciendo de la casa luego, yo a los quince ya estaba casi sola en mi hogar.

Con uno a punto de casarse, otro a kilómetros de mamá -en el sur, perdido en una isla fría-, otro descubriendo el norte y sus alrededores, y así hasta llegar a mí.

Yo, colegiala, indiferente, y poco matea, adoraba el deporte. Capitana de todos los equipos, líder en los campeonatos, ganadora de todos los premios, sentí la ironía y quise aprovechar esta herramienta. Con unos cuantos papeles llenados en inglés, agradecido a mi estricto colegio, que me hacía el quite en lo que realmente me gustaba: escribir.

Le doblé la mano a los directores, y recién escapada de cuarto medio, me fui de intercambio a hacer deporte, a conocer y aprovechar mis cualidades, a conocer el mundo, ya lejano a la dictadura, pero lleno de otros problemas triviales como acá.

Me fui a hacer unos talleres en literatura inglesa, becada por deporte, y aceptada por cualidades que acá a nadie (más que a mis padres) le importaban.

Gracias a Dios, eso ha cambiado de a poco en este país.

Llevaba unas pocas semanas acostumbrándome al inglés rajado que hablaban estos yanquis, extrañando los cariños de mi mamá a chorreras, y los consejos didácticos de mi sabio padre. Durmiendo con una gringa rubia, tapada de frenillos, y llena de espinillas que se reía como la peor pesadilla con "Chuky" (el muñeco diabólico).

Estaba, en un rato libre, descansando de los despertares madrugadores a las seis de la mañana para ir a entrenar. Respirando –un poco- del salón de clases rodeado de gritos torpes y pernos en inglés, con tallas, que aunque las entendiese, eran fomeques. Extrañando un poco.

Sentada en el pasto del college, como del cielo, me cae un panfleto que contaba que el Dalai Lama daría un discurso en una catedral conocida que quedaba como a 20 minutos de donde yo estaba, ese mismo día.

Partí, con mapa en mano, como buena chilena en país extranjero, caminando.

Llegué al lugar, y vi una cola que no paraba de dar curvas, era inmensa. No quería pensar que era la cola para entrar a la catedral, pero sí lo era… Como buena chilena (como ya dije) no pensaba estar en esa cola, tenía que volver a clases a alguna hora, así que, me colé, sé que suena feo, pero imaginen, eran varias curvas de cola.

Esperé que los guardias se dieran vuelta, y en contradicción con el personaje que iba a ver, mi diablito interno me ayudó a correr, retorcí los tobillos y me mandé los mejores 100 metros planos. Recordé a todas mis profesoras de colegio que me hacían sufrir, fue un pique fantástico. Fue una odisea complicada, ya que la gente estaba “muy correctamente parada en una cola” esas que en Chile no sueles ver.

Entré piola a la iglesia, que estaba repleta, y encontré el mejor asiento del lugar. Pero ya el cargo de conciencia era enorme, y el angelito bueno me levantó. Entonces le cedí el asiento a una señora.

Me quedé a un lado, para poder ver algo, pero el guardia me sacó rápidamente. Me dijo que no podía estar ahí, y me fui.

Tuve que irme -con tristeza- a la capillita que estaba al lado, no tendría ninguna posibilidad de verlo, pero me quedé un rato a ver si lo oía. Fue de pronto cuando siento que se abre la puerta en la que estaba apoyada. Sin poderlo creer sale un gorila grandote y atrás de él, el DALAI LAMA.

Bajito, con cara alegre, como un dibujo animado, sonriente y feliz. Fue increíble, me llevé su sonrisa a clases, y la ilusión de que con este regalo, de verdad no volvería a colarme.

Amanda Kiran
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