Pasé por delante de ella, imponente, roja. Desde aquel día, pasar por ahí nunca más fue lo mismo.
Retrocedí varios años, y me remonté a aquel episodio. Aquel aislado e inolvidable episodio.
Rodeada un sábado a las diez de la mañana. Rodeada de sesenta niñitas, iguales, pero idénticas a mí. Unas más rubias, otras más flacas, pero todas igualitas a mí, a esa edad, aún, casi no se notaba la diferencia.
Partiré de abajo: zapatos, relucientemente lustrados, nada de nuevos, pero brillantes; calcetines azules hasta más abajo de la rodilla, impecablemente subidos; jumper limpio, azul, más azul que nunca, de lavandería, planchado y perfumado; camisa, blanca perfecta; corbata, con el nudo aplastando mi cuello, pero impecable, y luego, sobre mi cabeza, un ridículo velo -ridículo para mí- que colgaba desde mi cabeza hacia atrás, blanco, ordenado.
Mi pelo, que era un constante cambio de organización, luchaba por mantener el velo intacto en su cabeza. Quería verse bien, estaba haciendo un esfuerzo.
Alrededor nuestro, miles de tíos, primos, abuelos, papás, vitoreándonos con cientos de flashes, videos. (Y nada más para esa época).
Era un día especial. No lo decidí yo, no, a esa edad obviamente deciden por ti, pero de todas maneras era un día muy especial, y nos esperaba el cuerpo de Cristo, al final de la mañana.
Partimos en fila y, entrando a la iglesia, fuimos caminando una tras otra hacia el altar. En la pasada, el apoderado que ayudaba a organizar este evento nos pasaba una vela, blanca y luminosa a cada una.
Ya lo habíamos practicado, nada podía salir mal.
Para mi buena suerte (mala después), tras de mí estaba mi amiga Carola. Con ella hacía todo por esos días. Ella llevaba repleto el libro de anotaciones por mala conducta, era desordenada e ingeniosa, una artista incomprendida; yo, en cambio, ultra buena pero a su lado pasaba a ser del bando “de las malas” y siempre el ojo crítico acechaba sobre nosotras. Para mí, eso no era problema, ya estaba acostumbrada, y no me importaba.
Volviendo a la iglesia, estábamos camino al altar cuando de pronto la Carola empieza a tironearme el velo. Yo, entre risas y enojos, la miro hacia atrás con seriedad pidiéndole que se detenga, pero cuando me doy vuelta para retomar la caminata me doy cuenta que era demasiado tarde.
Mi vela se encontraba en el velo de la niña más insoportable y mandona de todo el nivel, la Antonia. Su grito desesperado involucró rápidamente la atención de sus padres, los míos, los de la Carola, los directores… Todo el mundo estaba mirándonos.
La mañana se volvía de pronto loca y desesperada.
Automáticamente le tiré el velo al suelo, y lo empecé a pisar para que no se quemara más. En eso llegó su alharaca madre, quien en la desesperación me botó hacia un lado para sostener a su intolerable hija.
Segundos se demoró mi padre en llegar a defenderme de aquel brusco incidente, y fue entonces cuando llegó el papá de la Antonia a defender los derechos de su esposa, y con eso, ya empezó la cadena. En un pestañear de ojos, la iglesia del El Bosque pasó a ser prácticamente una discoteca a las tres de la madrugada, con peleas de adolescentes, llevada por adultos, perdiendo el control como si el alcohol estuviera apoderado de ellos.
Fue un insulto a la casa de Dios, un insulto a “las primeras comuniones”, una falta de respeto a uno de los rituales mas venerados por la Iglesia Católica, y por nuestro colegio.
Yo no entendía nada bien. Me sentía pésimo.
No recuerdo bien que pasó el resto del día. Sólo que al siguiente lunes, a las ocho de la mañana, estaban los padres reunidos frente a la oficina del director, con ojos morados y labios rotos.
Recuerdo cuando me avisaron de la expulsión irrefutable de la Carola.
Recuerdo que desde ese día el colegio se volvió insoportablemente aburrido para mí, dedicándome el resto del tiempo libre sólo a los deportes y a escribir.
También recuerdo cuando en mi graduación, ya medio olvidado el asunto, me confiesan, como un testamento, antes de dejar para siempre aquellas murallas, que la Carola se echó la culpa para salvar mi pellejo.
Eso la hizo crecer aun más. Mi imagen de ella siempre fue la mejor, ahora era perfecta. En la tarde celebraríamos juntas ambas graduaciones, la de ella, y la mía.
Nada pudo separarnos. Ni siquiera ese incendio.
Un par de años antes hicimos juntas la primera comunión, solas las dos, sus padres, los míos y el curita.
Ah!, y sin ninguna vela. ¿Para qué tentar al destino?
Amanda Kiran