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Gracias por la Navidad

26 de Diciembre de 2003 | 18:10 | Amanda Kiran
Las navidades son todas así, locas llenas de vida, llenas de movimientos. Parece una posta de 400 metros, donde las personas se pasan el testimonio, por todos lados. En el mall, en los restoranes, en las calles, en el correo, ahora en los cafés virtuales, etc.

Es un andar corriendo por todas partes, para que no se nos olvide ningún detalle, nadie que quede sin regalo, o sin tarjeta, sin un saludo, al menos un mail. Uno no alcanza a perder el tiempo.

A todos se nos olvida la real felicidad de este día. Se nos olvida quién nació. Por qué estamos felices. Se nos olvida la humildad en la que nació, y todo lo que le rodeó ese 25 de diciembre. Nada de luces, nada de fiestas, sólo silencio, unos animales, tres reyes magos, y la alegría de una madre y José.

Así, con esas palabras me conmovió la última llamada que recibí antes de salir. Me tocaba correr en una locura más, para terminar este año y estas fiestas. Ir a pasar la Navidad a la playa junto a mis padres ya jubilados.

Ellos viven entre la playa y el campo, se pasean por sus dos "humildes pero hermosas casas". Algunos de nosotros aún podemos escaparnos e ir a compartir con ellos estas festividades.

Fue entonces cuando José me mandó el último grito para que saliera rápido. El auto ya cargado, los regalos de Santiago ya entregados, las cartas ya enviadas y las tareas bien hechas.

Nos subimos, y como un acto reflejo se me cerraron los ojos. Estaba agotada, exhausta de tanto traqueteo, y ansiosa por llegar a la playa.

Me despertó, a los treinta minutos, un ¡Por la gran m...!

"Amanda, despierta", dijo.

-¿Que pasó?, pregunté asustada y extrañada.

Paró en la mitad de la carretera, en la berma. "Mira hacia atrás", me dijo.

En mitad de la calle, seis paquetes repartidos por el pavimento caliente. Estos, aplastados por la intolerancia de una rueda de camión o por la incontrolable velocidad de un meche, o por la altura de un bus, etc...

Del "picante container" que lleva su auto sobre el techo, al cual denomino "baño químico", se habían volado los regalos y algo de ropa.

"Uhhhh...(llevaba varios encargos ahí)". Debía rescatarlos, sobre todo los encargos de mi cuñada.

Bajé rápido de mi asiento, bastante dormida. Mientras él intentaba retroceder en su auto, yo corría hacia los paquetes, para que no se volaran, o los volaran. Era una hazaña… Recuperé uno, agarré otro, pisaron otro que voló a la vereda del frente. Entonces crucé a buscarlo y tomé algunas chaquetas. Ya los tenía todos en mi poder.

Después de ocho minutos estaban todos en mis manos. La misión estaba hecha. Nada roto, sólo un poco desarmado, nada más. Subí de nuevo al auto, y retomamos la conversación, en conjunto con esta nueva hazaña. Cerramos bien su maleta y me mantuve despierta el resto del viaje.

Llegamos a la playa, nos esperaban todos, pero lejos el más importante, Francisco, mi sobrino de tres años.

El es un modelito perfecto, de esos que agradeces que estén en tu vida. Esta Navidad, prácticamente, era pensada en él. Al menos el espíritu del Viejo Pascuero estaba soñado para él.

Fue cuando entré a mi pieza, y vi escondido los regalos y el disfraz que me tocaría usar esa noche. Uno rojo, con barba blanca, botas y cinturón, más la almohada que por suerte aún necesito usar para interpretar mi papel.

Ya eran como las diez de la noche, y se lo llevaron a la terraza. Me tocaba. Entonces, me cambié, con la ayuda de mi padre, que estaba más nervioso que Francisco.

Dejamos los regalos junto a la chimenea y entonces, actué. El me vio desde la terraza, pero más bien desde su mente de niño mago. Sus comentarios, su voz iluminada, su alegría, su ingenuidad, más viva que nunca.

Al bajar por el costado de la casa, donde empieza el cerro, lo escuchaba nuevamente. Sus gritos.

"Gracias viejito"... "Chao viejito"... "Hasta el próximo año"...

Sólo eso lo puede sentir un Viejo Pascuero, y ahí estaba yo, con el alma de un Santa Claus. Con el cuerpo de uno.

Lo que siguió a eso fue sólo más magia. Más felicidad. Alegría pura, sorpresa, desconcierto, impresión. Básicamente lo que deben sentir todos los niños al ver muchos regalos juntos al lado de una chimenea, que hace pocos minutos sólo tenía luces y la ilusión de ser vista.

Esta era una hermosa noche. Perfecta. Cuando ya se calmó un poco la efervescencia y la aceleración, nos sentamos a la mesa. Mi familia, no completa, pero igualmente bella. Los regalos, recuperados y entregados. Cada persona, por más grande o más pequeña, feliz con lo que le llegó.

Todos, entonces, frente a una colección de platos delicadamente preparados por mi madre. Una decoración exquisitamente bien elegida. Unas velas que siguen brillando con la misma fuerza desde mis cero años.

Entonces en la calma, mirándonos entre unos y otros, recordamos mi último llamado antes de salir de la casa. Y repetimos todos juntos:

"En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo".

Amanda Kiran
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