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Vida de ascensor

12 de Agosto de 2005 | 17:02 | Amanda Kiran
Me senté a esperar mi turno. Se supone que el doctor llegaría a las 14 horas. Yo tenía entrenamiento a las 18:00 y necesitaba saber exactamente lo que tenía. Estábamos en la mitad de una competencia y quería saber si podría seguir jugando.

Siempre me pasa -o nos pasa- me imagino que es un problema cultural. Que el doctor viene tarde. Está operando. Hay personas que se atienden antes que uno, sin saber por qué, si la hora de uno está pedida antes. Te equivocaste de día. Etc.

Mil razones. Pero la espera generalmente es mucho más larga de lo que uno cree, o quiere.
En este caso, lo mío era una emergencia. Necesitaba esperarlo, aunque eso tomara todo el día, porque mi lesión no podía esperar.

Necesitaba saber las condiciones con las que me presentaba al siguiente partido. Entonces me senté en la sala, a pensar qué podía hacer mientras mi doctor llegaba. Para variar, había olvidado el libro en el velador. Así que sólo me quedaba observar.

Y apareció ante mí un nuevo hobby. El hobby de sapear. Había un joven, más bien niño, de unos 15 años. Se puso a jugar con las personas del ascensor. ¿Cómo jugaba a esto? Él, sin darse cuenta, se le ocurrió invadir un poco la "vida privada" de las personas dentro del ascensor. Digo privada entre comillas, porque ¿qué tan privada puede ser la vida de una persona dentro de un ascensor? Así que no encontré nada malo en su juego.

Tonto juego que me hacía pasar un poco más rápida la espera. La forma del juego era apretar el botón del ascensor para llamarlo en nuestro piso, cuando venía bajando o subiendo, y ver si las personas de adentro se sorprendían o estaban haciendo algo divertido.
Las primeras apretadas fueron bastante fomes. Solamente gente que subía o bajaba con cara de lata. A veces se bajaban individuos en nuestro piso. Él apretaba el botón y luego corría a su silla a observar.

Entonces, justo cuando el juego se empezaba a poner latero y tonto, pasó que al abrirse la puerta estaba este joven de unos 25 años, metiéndose el dedo dentro de la nariz, casi con las dos manos, mirándose al espejo. Persiguiendo el moco. Un asco. Divertida situación.

Al darse cuenta que la puerta se abría y una sala de espera completa lo observaba, se limitó a agachar la cabeza y buscar el botón para cerrar la puerta y seguir bajando. El niño se rió mucho con esta escena y tomó vuelo para seguir jugando. La siguiente parada fue un par de abuelitos perdidos, que se bajaron en nuestro piso, pensando que ya habían llegado a puerto. Eso me partió el alma, y los ayudé a retomar su camino.

Ahí debería haber hecho algo para que este tintín no siguiera su estúpido pasatiempo, pero no lo hice. Me imagino que la curiosidad efectivamente mata al gato. Y lo dejé continuar. Entonces, volvió a apretar y pillamos a dos niños chicos haciendo un cara pálida de espalda hacia el espejo también. El espejo era la diversión del espacio cerrado. Supongo que pensaron que del piso sexto al piso uno alcanzarían a subirse los pantalones.
Ambos gritaron fuerte al ver la puerta abrirse. Se subieron los pantalones, y salieron corriendo del ascensor hacia las escaleras.

Fue como estar viendo a Tom y Jerry escapando juntos de algo. A toda velocidad.
Ya eran casi las cuatro de la tarde, y mucha gente de la sala de espera ya había cambiado.
Los únicos que permanecían iguales éramos sólo este tonto niño y yo. (Tonta también). La secretaria del doctor me había comentado –cuando fui a preguntar si quedaba mucho de espera- que era un joven tenista, promesa nacional, que tenía una lesión fuerte en su codo derecho y que pasaba mucho tiempo en kinesiología. Ahora estaba terminando las sesiones y venía a un control para ver si lo daban de alta.

Entonces, me volví a sentar, esperé un rato más y ocurrió. Una verdadera película erótica frente a nuestros ojos. Nuestro propio doctor estaba abrazando y besando apasionadamente a la linda recepcionista del piso primero. Lugar hacia donde se dirigían. Ella con su pierna sobre las caderas de su hombre y él intentando alejar su instinto más animal para poder reaccionar dentro de seis pisos más. Era una película para adultos. Testigos fuimos al menos siete. Y dos secretarias extremadamente copuchentas.

Yo me sentí mal. El joven tenista se hizo el perdido. El doctor, medio despeinado, se dio cuenta de la situación y del piso donde estaba. Se separó de su amante y comenzó a caminar hacia la puerta de su consulta. El ascensor se cerró y siguió bajando con una mujer perdida y sola.

-Buenas tardes Amanda, dijo concentrado.
-Sonrojada yo respondí: ¿Cómo está doctor?
-Bien gracias, respondió casi en silencio. Luego dijo: Ariel, pasa a la sala, dirigiéndose al tonto tenista.

Supongo que prefería pasar esa plancha con alguien menor al principio. Tuve que esperar, al menos media hora más. Me lo merecía. Por no haber parado ese tonto juego antes. En todo caso, hay que pensarlo tres veces antes de dejar escapar nuestros sueños dentro de un ascensor. Nunca se sabe quién puede estar mirando.


Amanda Kiran
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