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Dar hasta que duela

22 de Octubre de 2005 | 15:09 | Amanda Kiran
Viendo la televisión, la prensa escrita, ediciones especiales, todo; lo que más se escucha, es de nuestro próximo santo chileno. Un honor, creo que para todos, seamos católicos o no.

Si te sientes chileno, te sientes orgulloso de este evento, y estamos esperando el domingo para entenderlo mejor.

Te sientes feliz, de ver un país europeo, poblado de chilenos, que jamás imaginaron conocer el Coliseo, y simplemente están por el Padre Hurtado.

Y entonces recordé la historia contada hace varios años atrás. ¿Quién no se pone nervioso si llega un cura a verte a la oficina? Eso le pasó a José.

Gerente de una empresa de maquinas de escribir. ¡Máquinas de escribir! Imaginemos el tiempo atrás. 70 años, por lo menos. Era un jueves a las 8:30 de la mañana. José estaba solo en su oficina, esperando por un día más.
A este cura le habían hablado de lo amable y simpático que era el dueño y gerente de esta empresa. Y decidió ir a hablar con él.

La llegada a los "gerentes" de esa época era muy diferente a los de ahora.
Sin pedir tanta hora, fijar fecha, agenda. Sólo, uno se atrevía a aparecer.
José era un hombre de unos cincuenta años, deportista, amante del fútbol, del trabajo en equipo, hasta de los arbitrajes si se requería. Amante de los deportes en general. Sano, padre de familia, y de una maravillosa familia.

Este cura –en cambio- era amable y con una calidez especial, que José no pudo rechazar en cuanto lo vio. Así, se sentaron a hablar de sus trabajos. Sus pasatiempos, sus amores. De los hijos de uno, y de la vida rodeada de personas del otro.

Su nombre era Alberto, y lo que necesitaba era una máquina de escribir que dieran de baja para arreglar y luego utilizar, en un futuro taller que preparaba con gente de bajos recursos, y tenía la intención de enseñarles a usar una de aquellas.

José escuchó con calma todo. Hombre, para nada creyente, pero si muy bueno.
Lleno de intenciones positivas y buenas vibraciones (aunque en su época no le dijeran así). Por el otro lado, un cura, con un aura especial, rodeado de luces.
Una mañana, diferente, dentro de una oficina que no siempre recibía esta clase de visitas. De hecho, fue la primera y la única.

José bajó a la bodega y sacó tres de las mejores máquinas. Era necesario para dar clases, pensó el. Las para dar de baja estaban demasiado malas, o falladas, y no podrían ser bien usadas. Alberto, sinceramente se emocionó.

No esperaba una respuesta tan amable y sincera. No esperaba nada, en verdad. Y sólo pasó. De una forma mágica, para ambos, me imagino.

Su última conversación, rodeada de carcajadas, quedó en volver a encontrarse, para hacer un partido de fútbol entre los trabajadores de José y los alumnos de Alberto.

Mi abuelo –José- me contaba esta historia, sobre sus piernas. Siempre soñé que fuera verdad, pero creí que era parte de su imaginación media fosforescente.

Y ahora, que ambos están juntos en alguna parte de este mundo, o cielo, verán este domingo lo que se logró después de algunos –varios- años.

Y yo me río sola y quedo contenta, y bien contenta, por estos dos señores.
Uno santo y otro ídolo.

Amanda Kiran
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