No le gustaba que yo hiciera deporte. No lo encontraba un plus en nuestras vidas.
A mí -en cambio- me habría encantado verlo haciendo algo a él. Jugando a algo. Poder acompañarlo a alguna cancha. Compartir eso juntos. Su sueño era que yo fuera más carretera, mejor para tomar. Ojalá lograr hacerme fumar lo que hubiese. Al contrario de eso, yo debía acostarme temprano, salir poco y entrenar mucho.
Éramos totalmente distintos. Y en este caso, los polos opuestos no se atraían tanto. Igual el intento de seguir juntos se hizo. Había que darle esa oportunidad al destino que nos dejó conocernos.
Yo entrenaba full para un Panamericano que se acercaba. Y en vez de hacerlo feliz, eso le cargaba. Él tenía demasiado tiempo libre, al cual yo no podía asistir. El poco tiempo libre que tenía intentaba compartirlo con él, pero no era suficiente.
Ese día cumplíamos tres meses saliendo juntos. Y nos quedamos de juntar en un restaurante italiano. Me encanta la comida italiana, y él quería invitarme a un lugar exquisito que conocíamos.
Quedamos de juntarnos a las diez de la noche ese viernes. Yo llegaría sola, ya que venía de entrenar. Eso no le gustó mucho, pero no le quedaba otra alternativa. Le pedí a mi entrenador salir un poco antes. Expliqué las razones. "Sólo te puedo dar diez minutos antes, Amanda", me dijo.
No era mucho, pero sabía que debíamos entrenar jugadas demasiado importantes ese día, así es que me parecieron justos los diez minutos.
Me cerró el ojo cuando fue la hora. Salí corriendo a la ducha. Me demoré un poco en secarme en pelo, y arreglarme algo más que de costumbre. Me quería ver "bella". Eran las diez y yo estaba lista.
Corrí al estacionamiento, con los bolsos colgando y la alegría de la noche "romántica" que me esperaba. Llegué a las diez y veinte minutos al lugar. Ni tan mal. Siempre calculo mal, por lo tanto, nunca he sido muy buena para llegar a la hora exacta. Un sello no muy agraciado de mi persona.
En cuanto entré al lugar, comenzó a sonar una canción. El volumen estaba muy fuerte. La canción era de Eros Ramazzotti (La cosa más bella). Sonó tan fuerte y tan al unísono de mi entrada que ilusamente pensé que era un regalo para mí. Era una canción que en una ocasión me había dedicado, entonces, la tomé como un regalo sorpresa.
Me sentía tan linda ahí, parada, junto con la canción, esperando que me llegara a tomar la mano para llevarme a la mesa. Era obvio –para mí- que me la estaba dedicando en público.
Empecé a mover la cabeza para los lados buscando su cara. Pero luego de que nadie llegara, con la canción ya casi terminando, se me acercó el mozo para preguntarme a quien buscaba.
-Mmm... Busco a mi pololo, un joven de pelo oscuro, un poco más alto que yo, de cara grande y cejas negras.
-Ah... Si, el joven se fue. Nos dijo que él sólo esperaba 15 minutos, así que dejó el lugar hace unos diez minutos ya.
Me sonrojé de rabia. Y de vergüenza. "La cosa más bella". ¿Cómo se me pudo pasar eso por la cabeza?
El mozo, conmovido por mi cara de impresión, me invitó a pasar igual y a comer algo. "Hay una promoción con la tarjeta del Club de Lectores", me comentó.
Pensé un rato, y decidí quedarme a comer. Aproveché la promoción. Y disfruté de una rica lasaña a la boloñesa. Sola, con linda música, sin ser especialmente dedicada para mí.
A él nunca más lo vi. De hecho, no lo he vuelto a ver más, ni por error. No me volvió a llamar ni yo lo volví a buscar. Era obvio que juntos no éramos dinamita. Fue una celebración para una gran final. Inolvidable.
A la mañana siguiente entrené como los dioses. Jugué muy bien. La lasaña, mi libertad, todo se conjugó en mi favor. Y me sentí dentro de la cancha, al menos, la cosa más bella.
Amanda Kiran