Entre medio de todo este revuelo festivalero, que personalmente me pone contenta y conectada con la televisión, porque como un placer culpable me siento cómoda al prender la pantallita y ver comentarios de música, de vestuario, de escenarios, de animación, de tonteras triviales y mayormente superfluas, pero divertidas.
Me gusta ver que de fondo en los programas -matutinos, de la tarde, del mediodía, noticieros o lo que sea- esté el mar, más azul que nunca, como un invitado extra a la conversación.
Seis noches de Festival de Viña, un número decente, para no aburrirse ni tampoco extrañar.
Bueno, entre esta liviandad de información y comentarios festivaleros, salió a la hora de almuerzo una discusión que desde hace años no me tocaba presenciar: la época de 1970 a 1973.
Lo raro era ver que esta vez no era uno de mis hermanos mayores contra mis padres, sino que mi sobrino mayor (su nieto) contra ellos.
No terminó en pelea o en agravios, como lo eran las peleas de esos tiempos, cuando éstas se daban en pleno gobierno militar. Pero terminó con una historia divertida que, personalmente, desconocía.
Mi madre, una mujer luchadora, trabajadora, independiente, inculcadora del deporte, políticamente correcta y bien educada, empezó a relatar su momento politiquero.
“Es que yo –contaba- yo fui a una marcha pacífica”. Todos en la mesa atentos, su nieto también la oía. “Decidí ir –prosiguió- a ver si lográbamos obtener algún cambio, para no tener que levantarme todas las mañanas a las cuatro de la mañana para conseguir pan, entre otros insumos necesarios para mi familia”.
“Lo que más me preocupaba, eran los remedios que tomaba tu padre- le comentaba a su nieto- los cuales me costaban mucho conseguir, aunque hubiese dinero. Entonces vivía en una constante angustia”.
Nada de esto que ella comentaba le hacía mella a los pensamientos de su nieto. La verdad que, ya a los 16 años, tienes tus pensamientos afiatados y tienen que pasar 16 años más para tal vez cambiar de parecer.
Entonces, el tema no iba por cambiar su pensar, sino que por contar su experiencia. Entonces dijo lo que me pareció más gracioso, mientras me la imaginaba caminando, fortachona, un poco asustada y acalorada, con sus piernas y brazos de deportista vigente, por un fin que ella defendía y encontraba justo en su minuto.
“Lo que me habían aconsejado -seguía contando- era que si lanzaban gas lacrimógeno, mojara un pañuelo y me lo pusiera en la boca y la nariz para no salir dañada. Entonces, pasó. Estábamos asustadas, éramos sólo mujeres y nos estaban apretando por todos y para todos lados. Dejé mi olla, instrumento con el cual estábamos marchando, en el suelo para mojar mi pañuelo y ponérmelo en la boca.
“Fue en esos instantes que pasó
alguien corriendo muy rápido por delante de mí, y tomó mi olla. En segundos levanté la mirada, y ya estaba al menos a cien metros míos, corriendo a toda velocidad y con mi olla en su mano.
“No supe si era otra mujer, un niño, un adolescente o qué. Pero ahí estaba yo, parada, en la mitad de una marcha, sin olla, con gas por todos lados y con miedo”.
Su nieto se sonrió y pasó como una anécdota, que finalmente sonaba a chiste más que experiencia de vida para él.
A mí me encantó oírla. Uno, porque jamás la había escuchado. Dos, porque ya plantó un árbol, tuvo un hijo (varios), escribió un libro y más encima perdió una olla en una marcha política. Eso es ser parte de la historia.
Amanda Kiran