Se cumplen siete años de ese día.
Aquel día, que en silencio caminamos todos detrás de nuestro amigo Gonzalo. Tristes. Acompañando. Se acababa de morir su padre.
Vestidos con algo oscuro fuimos caminando con él hasta el cementerio. Era una tarde silenciosa... era una pérdida diferente, un padre diferente. Un hombre con mucha más vida que otros hombres.
Un padre (tío) especial, al cual adorábamos. Un amigo para todos nosotros, en esa época difícil, donde la edad no te acompaña para entender el mundo.
Un hombre, centrado, comprensivo, soñador.
Hasta durante su enfermedad -que no fue nada corta- siguió siendo un héroe.
Valiente, alegre, inteligente y comprensivo. Era admirado por todos nosotros y –sobre todo-por su hijo. Pero hoy éramos sólo compañeros (tristes).
Gonzalo nos contó del último deseo de su papá. Extraño y profundo deseo. Que sus cenizas fueran lanzadas al mar, no sin antes jugar un partido de fútbol en la playa, junto a él.
Era de esos hombres, hinchas del deporte. Amigo de la vida sana y de madrugar para correr. De todas formas, comprendía que a nuestra edad, había que salir y carretear, pero en la justa medida. Y eso nos enseñaba. Como hacer de todo un poco, sin exagerar en nada.
Fueron años felices junto a él, y claro que lo íbamos a echar de menos. Por lo mismo, lo que nos pedía era facilísimo. Un agrado. Un placer. Y él lo sabía.
Partimos a la mañana siguiente de ese oscuro día. Fuimos en varios autos. Algunos de nuestros padres quisieron sumarse a la cruzada. La viuda y los hermanos de Gonzalo también. Y llegamos esa mañana, tipo 12.
El sol era un aliado aquel día de marzo. Estaba el mar azul y expectante.
Juntamos 16 jugadores, entre amigos, amigas, padres y primos. Había además seis espectadores, que eran dos lesionados y cuatro acompañantes que no eran tan apasionados por el fútbol, así que se dedicaron a tomar las fotos.
Y empezó nuestro partido. A ratos, como siempre en el deporte, se nos olvidaba, la razón. El premio final. La copa. Y nos reíamos, con jugadas, o pases buenos. Luego, nos acordábamos, y la tristeza inundaba nuestro espacio otra vez.
Así fue que el partido duró casi sesenta minutos, con goles por ambos equipos, y sudor por todos lados. La arena estaba agolpada por todas partes, y el calor en conjunto. El apetito que teníamos fue creciendo y ya estábamos cansados.
Tras Gonzalo, meter un último gol, decidimos parar el partido y tirarnos al mar.
Y fue así, que partimos todos juntos, después del piquero en el frío pacífico a ducharnos, a comer algo, e ir a la ceremonia final. La más triste.
Después de un almuerzo ligero, partimos a despedirnos del tío José. Había palabras. Había llanto. Había mar. Y una gran final.
No fue fácil ser parte de esa pequeña ceremonia, tan íntima y hermosa. No fue nada fácil apoyar sin quebrar. Pero ahí estuvimos, al lado, sobre las rocas, viendo cómo Gonzalo dejaba que algunas lágrimas se fueran junto a las cenizas de su papá.
Como un tercer tiempo inolvidable, dejamos ir a José y su cuerpo. Nos quedamos con sus consejos, su alegría, y su pasión. Nos quedamos con todo. Y ya de eso, pasaron siete años. Y él... sigue por aquí.
Amanda Kiran