Garfield

Dentro de la fauna animal que habita el mundo de la animación, Garfield tiene un lugar privilegiado. Su historieta primero y la serie para la televisión después, lo han convertido en el gato más famoso del mundo.

La creación de Jim Davis tiene una personalidad ácida y sarcástica, que combina a la perfección con una vida que muchos envidian: está todo el día descansando en un cómodo sillón, viendo tele y comiendo lazaña, su comida favorita.

Pero su perezoso reinado queda severamente expuesto al escarnio popular con esta película, que está lejos de lo que uno hubiera esperado de un personaje de su nivel.

Su debut en la pantalla grande es un peligroso paso en falso. Garfield es la estrella y eso no está en discusión, pero el guión abusa de la popularidad de su conocido protagonista y cae en repetitivos monólogos, que funcionan la primera vez, quizás la segunda, pero a la tercera ya pierden toda su gracia.

El resto de los personajes que dan vida a la historia, basada en el repetido argumento del amigo que se pierde y la misión para rescatarlo, no tiene mayor peso y su aporte es escaso. Happy Chapman (Stephen Tobolowsky, “El ladrón de orquídeas”) es el malo que toda historia como esta necesita y Liz (Jennifer Love-Hewitt, “Sé lo que hicieron el verano pasado”) es la veterinaria que todos los hombres sueñan con tener.

Los efectos especiales usados para crear a Garfield son una de las cosas más rescatables de la película, le dan un plus. Sin embargo, resulta mezquino que Oddie, su canino amigo, y Jon, su dueño, sean de carne y hueso, porque su apariencia no tiene nada que ver con los originales. El primero sólo conserva el color y el actor que personifica al segundo, Breckin Meyer (“Kate & Leopold”), es más parecido a un modelo de modas que al cachetón y somnoliento personaje en que se inspira.

Al final, el largometraje tiene el agridulce sabor de un plato de pasta mal preparado, que sólo ofrece bocados de buen gusto.