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¿Cuánta plata?

05 de Octubre de 2006 | 11:03 | Amanda Kiran
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El Mercurio
En mi vida deportiva he tenido la suerte, además de poder hacer un deporte, ser parte de un equipo, de un proceso selectivo y asistir al final a la competencia. Además, he podido transferir, traspasar o intentar enseñar lo que he aprendido a más personas.

Alumnas. Amantes del deporte también. Niñas que quieren empaparse de lo que un adulto puede saber. Niñas que quieren aprovechar el entusiasmo que uno pueda tener para contagiarse.

Pero no todo es perfección, porque hay otras que están ahí por obligación. Niñas que asisten porque sus padres, sus abuelos o hasta sus hermanos les piden que estén. Entonces van forzadas.

Ahí es donde empieza el problema para uno. Para educar. No es problema tratar de instruir a una alumna que quiere aprender aunque no tenga tantas condiciones. En cambio, sí es problema intentar enseñarle a alguien que no siente ninguna pasión por el deporte, por el trabajo en equipo ni por la disciplina que estamos haciendo, pero que debe pasar esas horas en algún lugar, así que es "enviada ahí".

La Fran era así. Me la tomé como un desafío muy personal. De intentar infundirle a ella lo que era el deporte. Lo divertido que podía llegar a ser. Y las aptitudes que ella tenía, pese a que no quería aprovecharlas.

Eran agotadores los días con ella. Porque remaba en contra a todo lo que uno pedía. Ponía caras terribles en cada ejercicio. De mala gana terminaba los agónicos (según ella) ejercicios que le encomendábamos. Además, nadie quería compartir con su persona, porque constantemente se distraía. Iba a tomar agua. Pasaba al baño. Se sentaba en la cancha. Y hacía todo a media máquina.

Con mi compañera de trabajo tratábamos de no perder la cabeza ni la paciencia. Ella no debía notar que de alguna forma podía tener el control de la situación. Y los sucesos a veces eran insostenibles.

Teníamos a todo un grupo en contra, por mantener a esta única niña. Pero estaba en su derecho de asistir, y no podíamos sacarla ni recomendarle que se fuera. Debíamos buscar la forma de ganarle.

Así vivíamos cada lunes y miércoles con este grupo especial de deportistas que pasaban a ser un fuerte dolor de cabeza, por el sólo capricho de una familia frente a una persona.

Un día tuve la siguiente idea: decidí citarla a jugar un partido. Pese a que no lo merecía y su actitud siempre era la peor, pensé que si jugaba un partido oficial, tal vez podría motivarla y entonces el resto del año caminaría mejor.

Y llegó el sábado en la mañana. Vestida. Impecable. Peinada perfecta. A la hora. Casi con cara de alegría. Era realmente otra niña. Me saludó muy contenta. Su padre se quedó a lo lejos observando. Calentamos todas juntas. Hasta el momento, todo andaba bien. Ella era una más. Y por momentos contribuía. Me sentí conforme, y dichosa de haber tomado una decisión correcta.

Les tocó jugar, y no entró, pero luego de diez minutos decidimos que ingresara. Corrió como nunca. Jugó muy bien (cualidades tenía de sobra). Dio pases. Apoyó. Subió y bajó por toda la cancha. Defendió, y hasta intentó meter un par de goles. Cuando se dio el pitazo final del primer tiempo, me pidió por favor que no la sacara para jugar el segundo tiempo. (Seguí con mi idea, que esto podía mejorar el año y hasta tal vez la vida de una persona, que sólo necesitaba confianza).

Así que acepté. Sentí el enojo de las compañeras. Pero sabían que lo estaba haciendo bien, así que por el momento merecía estar ahí. En varias jugadas estuvo a punto de meter un gol. Pero fue casi al final del partido cuando entró al área, dio un centro y el delantero izquierdo metió el palo para un desvío y la pelota entró.

Un precioso gol. Digno de un mundial. Ganamos con ese gol y se acabó el segundo tiempo y el partido. El equipo entero saltaba de alegría. Yo estaba muy feliz también. Me sentía cumpliendo bien mi misión. Entonces vi a la Fran. Salió sola de la cancha, y llorando a mares. Enojada.

Me acerqué.

-Francisca, ¿qué pasó? Jugaste increíble y diste el último pase para el gol. Hoy estuviste como una verdadera heroína.

-Y de qué sirve –respondió- si no me lo gané.

-¿No te ganaste qué? Si el partido lo ganaron, le señalé ilusamente.

-Pero yo no me gané mi premio.

-¿Qué premio?

-Mi papá me dijo que si yo metía un gol me iba a dar plata.

Ahí mismo se me desformó la cara. Y con la cara toda la ilusión de que mi trabajo estaba bien hecho.

Pero para terminar de comprender y de hablar este diálogo perverso le dije: "¿Y cuánta plata Fran?".

-Sólo cien lucas.

Deporte es formar.
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