Recuerdo esos cuatrocientos metros planos. Recuerdo más los cuatrocientos metros, que los planos. Recuerdo que me exigieron correr.
No existían muchas mujeres que les gustara hacer eso. Había pocas que no se escondieran por siempre en el baño, cuando pedían algún voluntario para hacerlo. A mí me agarraron volando bajo. Muy bajo. Tuve que representar a mi institución, una institución educativa grande. Ahora lo veo así.
Mi representado era creíble y fuerte. Yo no me sentía así. Para mí, era solo yo contra el mundo, y no sería fácil lograr algún lugar decente. No era mi deporte favorito. Para nada. No era posta. No era colectivo. Era solo yo contra siete más, en una carrera que podía terminar con mi postura fuerte y deportiva frente al mundo. Frente a mí.
Sin embargo, ahí estaba. Nerviosa. Sola. Uniformada. Y llegó la hora en que las atletas se preparan. Todas (cada una de ellas) buscando un lugar cómodo para elongar y prepararse para la salida. Yo imitaba un poco todo, sin saber mucho qué hacer. Miraba al resto, y buscaba consuelo en mi nerviosismo obstruido. Estuve así, pensando en todo, por esos diez minutos largos y cortos a la vez. Diez minutos.
Entonces, nos comenzaron a llamar por alto parlante.
-Las corredoras de cuatrocientos metros planos, acercarse a sus carriles.
El mío, el carril número 5. Ni bueno ni malo. Simplemente un carril. Como el carril que yo me estaba mandando al correr esa carrera, haciéndome la atleta. Mi cuerpo no era largo y fibroso, como lo eran los otros siete. Mis zapatillas no eran fosforescentes y llamativas como lo eran las otras catorce. Mi polera no se ajustaba perfecto a mi cuerpo, por que no era mía. Mis piernas no estaban listas para correr tan rápido, durante cuatrocientos metros.
De todas formas estaba ahí. Parada. Sobre un taco. Midiendo la salida. Mirando hacia los lados. Buscando una respuesta a tantas preguntas en ese corto momento.
Y empezó la cuenta para salir. Preparadas. Listas. ¡Ya!
Empezamos a correr todas. Sin mirar hacia los lados. Sin mirar hacia atrás. Partí. (A correr Pato Yáñez).
Los primeros cien fueron los más fáciles. Los segundos se me hicieron eternos. Los terceros cien una subida de 90°. Y los últimos, ya no sentía las piernas ni los gritos ni mi orgullo, ni veía bien. Puse todo mi esfuerzo en algo que no quedó en la historia. Tal vez habría sido hasta más genuino perder. Pero no perdí ni gané. Tal cual, como mi carril me mandó, salí quinta. No me daba para podio, pero no tampoco para avergonzarme.
Sin entrenamiento alguno. Sin una meta requerida, salí quinta y nadie lo recuerda. Pero mi esfuerzo fue tremendo. La garra puesta fue considerable.
La llegada fue inolvidable, porque lo logré y le gané a un par que se dedicaban a eso. Tal vez con zapatillas fosforescentes, con piernas fibrosas, con polera al cuerpo, habría llegado cuarta o tercera. Pero no habría sido yo. Y lo divertido de hacer un deporte es la autenticidad del deportista. Así que pasé al olvido. Por siempre. Pero sólo en cuatrocientos metros planos.