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A la deriva

18 de Octubre de 2006 | 17:15 | Antonio Martínez, El Mercurio
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El Mercurio

La línea dramática de "A la deriva" es simple y única: tres parejas viajan a bordo de un yate y se lanzan al agua en alta mar, pero olvidan instalar la escalera al costado de la embarcación, por lo que deben nadar o flotar a su alrededor, mientras cunde el frío y la desesperación en sus intentos por volver a cubierta.


Es también una película de producción y director alemán, Hans Horn, que en Estados Unidos se distribuyó como "Open water 2", simulando una segunda parte de "Mar abierto" (2003), porque ambas historias comparten a protagonistas abandonados en el agua y, según dicen, se basan en hechos de la realidad.


En "Mar abierto" era una pareja olvidada en el océano y rodeada por tiburones. En esta película, en cambio, no hay tiburones, efectos especiales, tampoco golpes de efecto ni sangre a raudales y sólo están los tripulantes a bordo del Godspeed: Amy (Susan May Pratt), que cuando niña fue testigo de cómo su padre se ahogaba en el mar, por lo que padece un trauma y desde entonces no se baña en el mar. La acompaña su esposo James (Richard Speigh Jr.) y Sarah, la hija de pocos meses.


La razón de la junta en el yate es el cumpleaños de Zach (Niklaus Lange), que llega junto a Lauren (Ali Hillis), ambos treintones, atléticos y deportistas.


El capitán de la nave es Dan (Eric Dane), hombre demasiado seguro de sí mismo, y con nueva pareja, Michelle (Cameron Richardson), mujer ardiente e incansable, que de nuevo tiene calor, desea bañarse y es cuando olvidan poner la escalera y quedan a la deriva.


La historia es increíble y dura de tragar, pero el director Hans Horn no cede con los personajes que se debaten en el agua y con la desesperación de no saber cómo trepar por la resbalosa pared del yate: no sirven los saltos, un pequeño delfín inflable no aguanta como pie de apoyo, llegan los calambres y de tarde en tarde se escucha lo peor: el llanto de Sarah, la guagua, que es la única que sigue a bordo.


No hay más aderezos que las ideas inútiles y la angustia que va en aumento. La película, en este sentido, es cuadrada en sus objetivos, espartana en sus propósitos y siempre seria.


Un director con un talante más húmedo y sanguinario, digamos un norteamericano de Santa Mónica y aficionado al terror adolescente, habría puesto en el escenario a un par de tiburones hambrientos y hasta una orca asesina. Y cuando los personajes deciden desprenderse de los trajes de baño, para construir una soga e intentar escalar, otro director habría frecuentado las tomas submarinas con más decisión y nitidez, sobre todo alrededor de Michelle que para la cuerda aportó con poco y nada - un bikini diminuto de tono amarillo pálido- pero sin duda es la de naturaleza más generosa.


Casi cualquier otro director, con un tema de esta laya, habría aprovechado la ocasión que la pintaban calva, para otra película de terror, desnudos y sangre.


Pero no Hans Horn, y eso tiene cierto mérito, porque aunque resulte paradójico, filmó una película seca.

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