French (Ray Winston) es la mano derecha y el mejor guardaespalda de Frank Costello (Jack Nicholson), pero sobre todo es alguien en quien puede confiar. No es soplón, delator ni infiltrado, por lo tanto jamás será una "rata". Personas como él no abundan: ¿una en un millón? Más escasa, dice: una en diez millones.
Martin Scorsese, en su nueva película, transita por sus viejos paisajes y como los grandes directores, siempre está filmando los capítulos de la misma historia. Es "Calles peligrosas" (1973), "Buenos muchachos" (1990), "Casino" (1995) o "Pandillas de Nueva York" (2002), con la cultura de la tribu, la marca de la violencia en lo humano, el peso de la redención y la culpa.
Es Boston en la actualidad, una ciudad que el hampa cercenó en dos partes: italianos por un lado y por el otro la mafia irlandesa, dominada por Costello, jefe de todos, padrino para algunos y de Colin Sullivan (Matt Damon) algo más: quizás la sombra de un padre. Desde niño y hasta ahora, porque Sullivan es un destacado policía de Boston, pero también un infiltrado y el informante de Costello.
Billy Costigan (Leonardo DiCaprio) nació en el bajo mundo y en una familia de delincuentes, pero torció su destino y llega como policía a la oficina del jefe Queenan (Martin Sheen) y el sargento Dignam (Mark Whalberg), que le asignan una misión secreta: infiltrarse en la mafia.
Cada infiltrado es una sonda que explora zonas opuestas y también su propia identidad, para iniciar un recorrido por el verbo de la violencia, porque son personajes con lengua de víbora. Es una película repleta de términos brutales y soeces, todas las frases llevan alguna maldición y los diálogos vomitan juramentos, ofensas y herejías. Sólo Queenan, el jefe de la policía, parece distinto. Alguien afirma que es católico, se persigna antes de un enfrentamiento y su destino es el del sacrificio: quizás un cordero de Dios.
Su espejo es Costello, un Jack Nicholson que realiza esfuerzos para no sobreactuarse y no siempre lo logra. En un palco en el teatro, es un Mefistófeles; su color preferido no es el rojo, sino la sangre, y siempre ha hecho el mal. Es Costello, justamente, el que en un restaurante denigra y desprecia a dos sacerdotes. En esa secuencia es imposible no recordar que la diócesis de Boston, hace unos años, fue remecida por los peores escándalos sexuales. En ese momento es Costello, pero también la furia de Scorsese.
La película tiene como protagonistas al par de infiltrados, opuestos y complementarios, pero se construye y entiende con otras paridades. La de Queenan y Costello, por encima, y por debajo dos personajes de segunda línea, French y el sargento Dignam, que por fe, principios o fidelidad, pertenecen a un solo bando. Se puede confiar en ellos y es gente rara de encontrar: ¿una en un millón? Más escasa. Una en diez millones.
"Los infiltrados" es una película desencantada y terrible y por eso, la última imagen, es para lo que abunda: una rata grande, sana y libre.