Me senté en mi primer día de veraneo, el primer fin de semana playero, bajo el sol. Primera vez este año. Y fue de una forma totalmente diferente. Balde, quitasol, toalla, pañales, ropa de recambio, piscina en miniatura, galletas, leche, entre otros.
La última vez que había bajado a la playa, llevaba un pareo y un par de paletas. Ya no.
Ahora era una movilización completa. La que dejó por supuesto fuera las paletas y el pareo.
Me senté en la arena a verlo jugar y conversar con las personas, que amablemente me acompañaron en esta nueva odisea. Una vez sentada, pensé en sacarme lo que traía puesto, para broncear un poco mi tono santiaguino, pálido y aguado. (Soy enemiga del sol).
Fue cuando recordé que mi cuerpo, al igual que mi bajada a la playa, había sufrido algunos cambios. Aunque me mantengo haciendo deporte, el esfuerzo, hoy por hoy, debería ser el doble para poder amparar el mismo bikini.
Y en este preciso momento, no está todo donde más me gustaría. La gravedad apareció, y no ha sido fácil afrontarlo. No es mi estilo llenarme de complejos, así que tomé la decisión y me quedé en bikini, buscando una solución rápida al menos para el color. Algo para empezar.
Fue cuando llegó la vecina. Pamela. Tres hijas. Siete años de matrimonio. Me vio de lejos, y se fue a poner a nuestro lado.
-Hola Amanda- gritó.
-Hola Pamela- respondí.
¿Habrá sido el destino? No siempre va a la playa. La he visto sólo un par de veces, pero me tocó justo en esta ocasión. Mi primera vez.
Se sentó a mi lado y simpática como es, se puso a parlotear. Me habló de todo. Su fiesta de año nuevo. Lo que cocinó. La edad de sus niñitas. Me habló de su marido, etc. De pronto, le dio calor. Y mientras yo secaba y cambiaba de pañales al pequeñín, ella, atléticamente se sacó la ropa, tomó de la mano a dos de sus niñitas y corrió a tirarse un chapuzón al mar.
Todo en un llamativo y perfecto bikini blanco. Me dieron ganas de suspirar. O de llorar. Ya no me acuerdo. Todo perfecto. En su lugar. Sin ninguna marca de esas feas. Ninguna piel de naranja. Nada de nada. Lozanía total.
Su guata tenía seis calugas perfectas. Las conté. Sus brazos delgados. Me fijé en todo. No me pude contener. Mientras corría al mar, me sentí viendo un comercial de agua mineral. Y el tiempo corría en tiempo real, y yo seguía pegada.
Se bañó, nadó y luego volvió. Se sentó a mi lado. Mojada. Dispuesta a tomar sol. Sus niñas recostadas por ahí. Tiritando, con los labios morados. Mi hijo, embarrado, con arena y sal, entero disfrutando de un día pleno y diferente.
-¿Cómo estaba el agua?- pregunté.
-Ah, rica- me dijo.
Y sin filtrar nada, se me escapó: "¿Y cómo lo haces para tener ese cuerpo, con tres años más que yo y dos hijas extra?"
Lo que quería escuchar era: mucha dieta, gimnasio todos los días y una liposucción anual.
Lo que escuché fue una respuesta simple, corta y directa: "Genética Amanda, pura genética. ¿Jugamos paletas?".