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María Antonieta

12 de Enero de 2007 | 09:51 | El Mercurio
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El Mercurio

Esta es la historia de una adolescente, son los años previos a la revolución de 1789 y es la peripecia de la niña austríaca María Antonieta (Kirsten Dunst), que a los 14 años y por las mejores razones de la realeza: las de Estado, viaja a Francia y más bien al Palacio de Versalles, con el propósito de casarse con un Luis XVI (Jacobo Schwartzman), que es tan joven e inexperto como ella.

En "Perdidos en Tokio" (2003) era la historia de un amor imposible, por sentido común, diferencia generacional o falta de valor, en definitiva. Esta vez, en la corte francesa del siglo XVIII, son los términos del amor convencional los que no tienen ingreso y pertenecen a un mundo irreal e inexistente.

Es por eso que María Antonieta y Luis XVI, pese a la riqueza, opulencia y el poder fatuo que los rodea, es una pareja que vive bajo la sombra de la tragedia que viene y serán las primeras víctimas del cambio de mundo. Son ignorantes exquisitos, ociosos de tiempo completo, desconocen el valor de las cosas y también el de las personas, porque su reino es de sirvientes, algunos plebeyos y otros nobles, pero ninguno deja de inclinarse a su paso. Y su única obligación, que por lo demás tarda demasiado en llegar, es procrear un heredero, un hijo de sangre real que se siente en el trono que sostiene, a duras penas y apoyado por su amante madame Du Barry (Asia Argento), un gastado y enfermo Luis XV, interpretado por Rip Torn, un viejo actor de origen tejano.

Que un tejano tosco interprete a Luis XV y que en vez de música clásica, la música sea contemporánea, son algunos de los desajustes que incorpora la directora Sofía Coppola, y que tienen su centro en María Antonieta, cuyas cuitas, preocupaciones y quizás mentalidad son de una época más próxima y actual.

María Antonieta es una película contemplativa y de andar pausado, dominada por los pequeños detalles - pastelería, lencería, protocolos domésticos- y que convierte al Palacio de Versalles en una burbuja fortificada, lejana e insensible.

Ni la aventura amorosa de la joven reina, ni el afecto y consejos del fiel embajador Mercy (Steve Coogan) van a conmover la vida en la corte y tampoco la narración de la película, pegada a un estilo seco, incluso severo y siempre inmutable. Los escándalos se pierden en los susurros y los cortesanos escuchan música con los ojos cerrados. Es por eso que esta película, de carácter tan imperturbable, se estremece con el ruido del primer vidrio roto, es el sonido de la turba y el saludo de los pobres a las puertas de palacio, que se llama revolución. Y sólo en ese momento tiemblan los personajes y la película, como si fueran dos aves reales, por fin asustadas.

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