La bandera de la guerra
Clint Eastwood es un director de 76 años, con una vitalidad y lucidez sin ocaso y más bien en el cenit de un lustro a esta parte. A más de diez años de lo que parecía su película cumbre - "Los imperdonables" (1992)- replicó con "Río Místico" (2003), "Million Dollar Baby" (2004) y ahora con una doble apuesta, porque "La conquista del honor", como se sabe, es la batalla por Iwo Jima desde el punto de vista de los ganadores, mientras "Cartas de Iwo Jima", que se estrena en tres semanas, es la guerra según los perdedores.
No es un misterio que Steven Spielberg está en el origen de una película que por producción, preocupaciones y estructura tiene más similitudes con la filmografía de Spielberg que con la de Eastwood, que nunca había filmado una historia con un protagonismo diluido entre actores de segunda línea. Una película con dinero y espacio para la reconstrucción y ambientación de época, pero sin tiempo para la construcción de personajes, que es uno de los grandes méritos de Clint Eastwood, que ha dirigido 27 películas y sólo en seis no ha sido protagonista.
Ésta es una historia con la famosa fotografía en la cima del monte Suribachi, en plena isla de Iwo Jima, que se convierte en un símbolo para todo un país: seis hombres empujando el asta y llevando la bandera al tope. El filme sigue a los tres sobrevivientes que recorren el país con el fin de recaudar dinero para la causa de la guerra. En galas benéficas, pronunciando discursos o en bailes solidarios, donde forman parte de la propaganda y el espectáculo, que en ocasiones dejan entrar los remordimientos, el alcoholismo y la culpa por no estar en el frente.
"La conquista del honor" relata esta campaña con aplicación, aunque ninguno de los actores que encarnan al trío de marines - Ryan Phillippe, Jesse Bradford y Adam Beach- logra una actuación por encima del promedio y es un relato que se vuelve opaco en comparación con lo formidable que es la película en las escenas bélicas, que es donde está su naturaleza y la verdadera historia.
Bajo fuego y en combate, los protagonistas se sumergen en un gran colectivo y se pierden en el anonimato, porque los marines pueden ser intercambiables y todos se parecen entre sí. La película es imprecisa y confusa con los apellidos y rostros, pero es precisa con su propósito de filmar la transformación de los hombres en carne de cañón. Se diría que Eastwood filma la guerra y su leyenda al unísono, la explosión y el eco, las vísceras y su espíritu. Junto a la belleza de las imágenes - en el Suribachi se cosechan bombas y el cielo se rompe con la potencia de los aviones- está el hormigueo de los pobres desgraciados, esos marines despedazados, triturados o abiertos en canal, con un realismo espeluznante y desgarrador, para que el gran personaje sea el soldado desconocido y lo único personal es el dolor: ahora el propio y después el ajeno.
Antonio Martínez