Sentada en el lugar que me correspondía. Mirando el partido desde las gradas, y a punto de sentir el congelamiento, no sólo de mi cuerpo, sino de mis neuronas y de mi alma, reconocí que faltaba uno en el amistoso el cual observaba. Solamente eran 13 y necesitaban 14. 7 por lado. Nadie pensó en mí. Me tuve que invitar sola. Saqué personalidad escondida, que sólo aflora cuando muero de ganas por unirme a algún deporte.
Nadie tenía confianza en mí. Esa es la verdad. Y fue vergonzoso mantenerme de pie frente a esos 13 machistas. Al menos 5 minutos demoraron en decidir quien se quedaba con el cacho. O sea yo. Pero no me importó, tenía ganas de jugar. Debía esperar dos horas que mi hermano terminara una prueba para irnos juntos a la casa, y prefería pasar esa vergüenza por jugar. Era mejor que quedar congelándome en las gradas.
No tenía miedo de lo que pudiese pasar dentro de la cancha. En ese momento, me tenía confianza. La pelota empezó a moverse y a mí me pusieron de lateral. Lateral derecho, para que fuera más fácil quitar y no tan difícil atacar. A mí el puesto me daba lo mismo. Sólo quería jugar. Lo que no sabía era que estos jugadores no eran de lo mejor. Y más que eso, eran putrefactos de malos. Lo que botó la ola del deporte colectivo. Pero con harto carisma los "guatones". PPero seguía picada con cinco, que fueron los que pusieron la peor cara cuando pedí jugar.
Comentarios: "¿Una mina?", "¡Que lata!", "¿Para qué?", "Mejor nosotros no más".
Al final, los latosos eran ellos.
Pero el fin justificaba los medios.
Así que me dieron, después de siete minutos de moverme por todos lados, el primer pase. Y no por pretenderme la muy estrella, pero la jugada terminó en gol. Gol. Y Golazo. Aunque en realidad, el arquero no salvaba a nadie.
Después vino la desconfianza. "Eso fue suerte de principiante", comentaron. "Si la mina no tiene idea, fue afortunada, nada más. Sigamos la pichanga".
Había un compañero, que era mi más cercano, al que, por pena, le terminé gustando futbolísticamente hablando. Entonces, él confiaba y me empezó a dar algunos pases más. Por mi lado casi no venía nadie, y cuando llegaban, quedaban en la línea lateral. Salvé y quité todo. La cosa empezó a ponerse un poco más cálida y divertida. Y el partido tomó otra tonalidad. Pero el equipo contrario, empezó a sacar sus garras. Y no de fútbol. Si no contra mí.
Que mejor –definitivamente- que una mujer no jugara. ¿Que por qué la habíamos dejado jugar? Que ellos debían jugar más suave, para no golpearme. Etc. Puras mentiras. Estaban totalmente humillados. Decisión: "Que juegue con ustedes". Pasaron el cacho pal otro lado. (O sea, yo de nuevo). Así mantenemos el siete contra siete, y terminamos 50 y 50 en paridad de equipos.
A mí me daba igual. Sólo quería jugar. No me identificaba con ninguno de los dos bandos, pero sí quería moverme y terminar el partido. Afuera empezó a juntarse gente. Aplausos y miradas a este grupo de gorditos moviendo y peleando por una pelota. Yo disfrutando los enganches, los pases largos, las paredes y los goles que estaban por venir. Era simplemente fantástico este partido.
Pero vino la tragedia. Le quité la pelota al capitán de mi ex equipo. Se picó. Seguí avanzando. Me pasé a dos defensas, y luego con la pierna izquierda puse un golazo en el ángulo. Las gradas, ya más tibias con la gente mirando, me aplaudieron. Los trece hombres alegando. Unos de picados, otros de humillados. La mayoría de desconcertados.
Ya la pichanga se había puesto inaguantable. Ellos no lo estaban pasando bien, y yo aunque me daba risa, tampoco estaba disfrutando. Demasiados malos ratos por algo que es solamente diversión. Decidí despedirme, y partir a las duchas. Al menos, sólo quedaban 45 minutos para esperar a mi hermano, y lo podía hacer bajo el agua caliente de los camarines.
Cuando me fui, dejé la tranquilidad. Se fue la gente y el calor del partido. Se fue la pasión. No por mí, sino por lo que generé. Y se volvió a un partido sin gusto ni disgusto. Nada. Impresionante ver como se transformó algo que podía ser sólo diversión, en un trauma de egos y rencores. Fue una pena.
Y no volví a jugar ahí. Sólo me invitaron a jugar en la semana mechona. Con un equipo de mujeres, el que llegó a la final pero no ganó. Con los gorditos me encontré en los pasillos un par de veces después de aquel día. Pero nunca ninguno me saludó. Y no porque yo les cayera mal, sino por la vergüenza de lo mal que se cayeron ellos mismos en mi presencia. Un mal momento. Una estúpida reacción. Un mal partido. Pasión de multitudes.
Amanda Kiran
akiran@mercurio.cl