Historia
Unas
2,500 personalidades, entre cardenales, obispos y superiores generales
de las principales ordenes religiosas, con sus vestiduras blancas,
rojas y púrpura, se congregaron el 11 de octubre de 1962
en la basílica de San Pedro para asistir a la apertura
del Concilio Ecuménico Vaticano II. Se trataba de la vigésima
primera asamblea universal de la historia de la iglesia que congregaba
a todos los príncipes de la cristiandad. El Papa Juan XXIII
había asumido una iniciativa sin precedentes, con objeto
de "quitar el polvo que había acumulado en el trono
de Pedro desde la época de Constantino". En los años
siguientes, aquellos poderosos prelados, hijos de campesinos y
príncipes, de abogados y estibadores, de comerciantes y
dirigentes de todo tipo, trabajarían unidos para acomodar
al siglo XX una compleja y multisecular institución.
El
Papa Juan XXIII decidió convocar el histórico concilio
poco después de su elevación al trono de San Pedro,
en el año de 1958. Este pontífice, idealista y bondadoso,
comprendía que la iglesia había de dar una respuesta
adecuada a problemas actuales de ámbito mundial, tales
como la guerra, la injusticia, y la pobreza. También advertía
la perentoria necesidad de un "aggiornamento" (puesta
al día) de la iglesia. Consideraba que un concilio ecuménico
era el medio más eficaz de que la iglesia disponía
para valorar su papel en el mundo y poder cumplir ante la humanidad
de hoy aquellos fines para los que fue fundada.
En
diciembre de 1961, Juan XXIII promulgó la constitución
apostólica por la que convocaba formalmente al Concilio
Vaticano II, el primero que se declaraba desde el Concilio Vaticano
de 1869 - 70 y el segundo desde el famoso de rento (1545 - 63).
Juan
XXIII inicia el Concilio Vaticano II
En
junio de 1962 , el Sumo Pontífice invitó a todas
las iglesias cristianas separadas a asistir como observadoras
al Concilio. La primera sesión tuvo lugar entre el 11 de
octubre y el 8 de diciembre de 1962. El sueño de Juan XXIII
se había hecho realidad.
Pero
la amable figura de aquel pontífice no llegaría
a contemplar el final de su sueño, pues falleció
a los seis meses de haber concluido la primera sesión,
el 3 de junio de 1963. Su sucesor Pablo VI, presidiría
las tres sesiones siguientes en los otoños de 1963, 1964
y 1965. Pablo VI también sentía la necesidad del
Concilio que consideraba como "un puente hacia el mundo contemporáneo",
aunque manifestó una tendencia quizá más
conservadora que la iniciada por su predecesor.
Las
comisiones preparatorias habían estado dirigidas por las
mentes más conservadoras de la Iglesia y muchos, entre
ellos la mayor parte de la Curia, esperaban que el Concilio aprobase
fácilmente sus propuestas.
Sin
embargo, Las sesiones provocaron un notorio enfrentamiento entre
conservadores y progresistas. Ninguna de las 73 propuestas del
borrador se adoptó en su totalidad y gran número
de ellas sufrieron alteraciones sustanciales antes de ser aprobadas;
con estas actitudes se refrendaba el espíritu antirreformista
de la Iglesia.
El
8 de diciembre de 1965 finalizó el Concilio. Durante cuatro
años de deliberaciones públicas y secretas se elaboro
un total de 16 textos: cuatro constituciones, nueve decretos y
tres declaraciones. Los logros y resoluciones más significativas
del Concilio fueron los siguientes:
"La
Constitución dogmática sobre la iglesia"
Es
un texto de 30,000 palabras que define nuevamente la naturaleza
de la Iglesia y su estructura jerárquica. Pone de relieve
que el Papa, aunque continúa siendo la máxima autoridad
de la Iglesia, debe colaborar estrechamente con los obispos en
el gobierno de la misma. Este concepto de colegialidad fue uno
de los temas más debatidos en el Concilio. En respuesta
a su adopción, el Papa Pablo VI instituyo un sínodo
internacional que se reuniría con él regularmente
y exhortó además a la creación de conferencias
nacionales y continentales de obispos que compartirían
el ejercicio de la autoridad en la Iglesia.
"La
Constitución sobre la Sagrada Liturgia"
Dispone
cambios importantes en los ritos seculares de la Iglesia. La misa
se tradujo del Latín y del Griego, a las lenguas vernáculas,
y la liturgia se transformó para que la participación
de los fieles fuese más importante y activa. También
se sancionaron aliteraciones en las ceremonias, con el fin de
acomodarlas a las costumbres y tradiciones de los distintos pueblos.
"La
Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Nudo Moderno"
Examina
los problemas que afectan al hombre de hoy y contempla la vida
familiar, social, económica, cultural y política
en relación con los deberes del católico hacia Dios
y la Iglesia. Pone de relieve las excelencias del amor conyugal,
pero no incluye la opinión de una minoría de obispos
contrarios a la condena de la iglesia sobre el control de la natalidad.
En sus últimos apartados, la "Constitución"
condena el genocidio y todo tipo de discriminación, al
tiempo que recomienda el desarme nuclear de todas las naciones
como paso hacia la paz mundial.
Cuatro
de los textos del Concilio: "El Decreto sobre el ecumenismo",
"El Decreto sobre las iglesias orientales católicas",
"La Declaración sobre las relaciones de la Iglesia
con las religiones no cristianas", y "La Declaración
sobre la libertad religiosa", preconizan la amistad y el
entendimiento entre todas las religiones. Se alienta a las Iglesias
cristianas a que trabajen juntas en busca de una unidad definitiva
y se condena la discriminación religiosa (particularmente
en antisemitismo). Dijo el concilio que ni gobierno ni potestad
alguna están legitimados para obligar a una persona a aceptar
o abandonar cualquier forma de religión.
El
"Decreto sobre el apostolado de los seglares"
Exhorta
al laicado a desempeñar un papel más activo en la
obra de la Iglesia. Otros textos se refieren a las ordenes religiosas,
a la vida de los sacerdotes, al deber pastoral de los obispos,
a las misiones, a la educación, a la relación entre
revelación y tradición, y a los deberes morales
de quienes utilizan los modernos medios de comunicación.
Indirectamente, las opiniones expresadas en el Concilio condujeron
a una reestructuración de la Curia Romana, que se inició
con Pablo VI el 1967.
Las
enseñanzas del Concilio Vaticano II han provocado considerables
reacciones en el clero y los fieles de todo el mundo. La mayoría
de los católica ha aceptado de buen grado los cambios introducidos
por el Concilio. Otros sin embargo, lucharon a brazo partido por
mantener la antiguas tradiciones, (especialmente la misa en Latín).
Otros finalmente llevaron el progresismo y la novedad mucho más
allá de lo que se había pretendido. La prensa de
todo el mundo ha aireado noticias de matrimonios de sacerdotes
reducidos al estado laico, misas rock y folk, clérigos
obreros, y católicos significados que militan en política.
En Latinoamérica, bastión del tradicionalismo católico,
se han producido algunos cambios sorprendentes.
En
una importante reunión de sacerdotes latinoamericanos,
celebrada en 1968 en la ciudad colombiana de Medellín,
se aprobó un programa socialista y anticapitalista. En
su deseo de combatir a la redención de los humildes, algunos
obispos han comenzado a disponer de las tierras y propiedades
de la iglesia y a trocar sus vestiduras por otras más sencillas.
Numerosos sacerdotes, al ejemplo de los obispos, han abandonado
sus privilegios de antaño y vive como sus pobres feligreses.
Además,
se perciben vientos contrarios en el clero de todo el mundo. El
número de vocaciones sacerdotales ha disminuido y gran
número de clérigos han colgado los hábitos,
disconformes con lo que tachaban de rigidez en la conducta de
la Iglesia. Muchos de los que permanecen dentro de la Iglesia
han perdido la antigua sumisión y se oponen a las decisiones
del Vaticano. Entre los críticos más conocidos se
halla el cardenal Bernard Alfrink, arzobispo de Utrech, promotor
de una vigorosa campaña de renovación de la Iglesia
de Holanda. Su controvertida norma de permitir la participación
de protestantes en las ceremonias católicas y sus personales
opiniones respecto al control de la natalidad y al celibato de
los sacerdotes provocaron una enérgica oposición
del Vaticano. También es muy conocida la personalidad del
cardenal francés Marcel Lefebvre, quien ya desde los inicios
del Concilio se definió como líder del grupo de
obispos conservadores. Tras duros ataques contra Pablo VI y a
la nueva liturgia fue suspendido "a divinis" en 1976.
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