El
hecho de que el Convento de Curimón, que dejó de estar
a cargo de la Congregación Franciscana, sea un Monumento Nacional
no es más que un título ad honorem. Aunque alberga una
enorme fortuna, este lugar de adinerado no tiene nada.
Maricarmen está un poco apurada ya que, como siempre, el tiempo
no le va a alcanzar para arreglar la iglesia, barrer, limpiar algunas
piezas y atender al público que visita el museo. Elvira sale
a hacer las compras del convento para cocinar otra cosa que no sea sopa.
El cura Guillermo quiere saber qué va a haber a la hora de almuerzo
y pregunta, como siempre, a dónde fue el hermano Hugo. El padre
Hugo está donde el dentista y sólo pasará un rato
al convento ya que mañana a primera hora lo trasladan a Angol.
Aún tiene que ir al banco a cerrar las cuentas.
Así
era un día cualquiera en el Convento Santa Rosa de Viterbo en
Curimón, a unos 7 kilómetros de San Felipe, antes de que
la Congregación de los Franciscanos concretara su cierre el 24
de abril de 2005. Igual
de apacible y tranquilo como el mismo pueblo de no más de 7.000
habitantes -contando las poblaciones satélites- donde está
ubicado.
Son
las 10.30 de la mañana y la iglesia está cerrada. No así
la puerta de entrada al convento, de esas pesadas de madera que no llegan
hasta abajo, por lo que uno tiene que levantar el pie para entrar. Nos
recibe una pequeña antesala, a la que sigue el patio central
de este lugar que en algún momento albergó a unos trescientos
postulantes. Unas tres carrozas destartaladas en exhibición y
un jardín salvaje dominado por arbustos, árboles y un
salpicado de rosas reciben al visitante que, en caso de no encontrar
a nadie en la entrada, tiene que tocar dos veces una campana oxidada.
Maricarmen, como todos llaman a María del Carmen Montenegro,
es la que recibe hace ya casi ocho años a los forasteros que
vienen a visitar el museo. Los locales apenas van a misa. Nos hace pasar
a la pequeña capilla que es parte del antiguo edificio colonial
construido en 1713. En el lugar -un simple altar y unas seis corridas
de bancos- aparte de celebrarse las dos liturgias de la semana, están
exhibidos todos los ornamentos de Monseñor Roberto Bernardino
Berríos Gainza, nombrado en 1957 Obispo titular de Anastasiópolis
y Administrador Apostólico de San Felipe. Sepultado al lado del
patio central y el templo, le rinden honor una doble placa de mármol
gastada por el tiempo y un machón de pasto. Sin embargo, en la
pequeña sala de exhibición en vitrinas, iluminadas con
una luz tenue que combate la penumbra de la capilla, se guardan los
hábitos diarios, vestimentas sacras y algunos artículos
personales del religioso. Una que otra araña tigre también
se exhibe en el lugar.
El
convento está construido al más tradicional estilo colonial,
es decir, un patio central interior que forma un perfecto cuadrado y
que está rodeado por una antigua construcción de adobe,
blanqueada y parcelada por varias habitaciones. Maricarmen nos muestra
el lugar completo. Entramos y salimos de piezas trasformadas en dormitorios
que reciben a colegios que vienen para acá durante sus retiros
y salas de catequesis que más que ser parte de un convento histórico,
se asemejan a un colegio rural remodelado. Detrás de todo esto
está un patio que deja en evidencia que acá se invierte
en lo justo y necesario. Lo que antiguamente era el huerto del convento
es ahora un abandonado sitio que con su pasto salvaje, corto y verde,
y algunos que otros frutales antiguos, intenta recordar esos tiempos
mozos en que abastecía la cocina del convento. Más allá
sólo sigue pradera salvaje. Las salas por este lado, o están
vacías o con candado para evitar que se roben la pobre infraestructura
con la que cuentan. Según nuestra guía, los mismos lugareños
no pueden evitar pecar en este lugar sagrado.
Maricarmen
junto a Albina Purgar son las encargadas de que el convento se mantenga
funcionando, de que se cocine, de que todo esté limpio y en orden.
Son ellas también las que mantienen vivas historias que ya son
parte del inventario de este edificio, como la vez que un día
lunes, que permanece cerrado, una familia completa, acompañada
por un difunto en su respectivo ataúd, llegó frente a
la iglesia exigiendo que se velara al muerto. Maricarmen no tuvo otra
opción que dejarlos entrar y permanecer ahí hasta altas
horas de la noche cuando finalmente los parientes aceptaron retirarse.
La
sala más grande de la planta baja del convento es la que alberga
un museo improvisado que en su conjunto mantiene clandestinamente un
tesoro que a primera vista no despierta curiosidad. Sólo en la
medida que uno comienza a caminar por estas tres salas consecutivas
con paredes descascaradas y húmedas y un piso de madera desgastado
de tanto limpiarlo, uno se encuentra con una reunión de objetos
fortuitos que al final conforman una interesante colección. Una
mezcla entre cálices, cruces y otros objetos del inventario religioso
de una liturgia, baúles antiguos, libros escritos a mano, pinturas
y ornamentos que han acompañado a los curas durante las misas
de varios siglos e incluso armas usadas en la Guerra del Pacífico,
es lo que conforma la exhibición. La condición en que
se guardan todos estos objetos haría llorar a un museólogo.
Quizás
lo único que ha recibido una atención especial y que está
guardado con más cuidado, son los ornamentos de culto, para cuya
mantención pudo dedicarse un poco más gracias al Comité
Nacional de Conservación Textil. La mayoría de ellos confeccionados
con hilos de oro y plata, combinados con hilados de seda, lana y algodón,
han sido cuidadosamente clasificados y ordenados. Sin embargo, sólo
algunos están a la vista mientras que el resto, más de
cien, permanecen guardados en un armario. No hay espacio para exhibirlos
todos.
Maricarmen
ya se está poniendo nerviosa. Tiene que hacer cosas, pero también
debe permanecer en el museo mientras haya visitantes. Se sienta en la
entrada al lado de una mesa sobre la cual están folletos varios
y otros pequeños recuerdos del convento que están a la
venta. Cuando se le pregunta acerca de la historia o algunos objetos
en exhibición, ella sabe algo, no mucho, pero asegura que está
leyendo continuamente para estar cada vez mejor informada.
Tras
dejar atrás el museo y el fuerte olor a parafina con la que limpian
el piso, lo último que visitamos es la iglesia misma de Curimón.
Un espacio grande y alto, que mantiene su estilo tradicional aunque
haya sido reconstruida en varias ocasiones. Con la simpleza característica
de los franciscanos, no hay más que bancos de madera, un humilde
altar y algunos cuadros y estatuas cobijadas por unas vigas a lo alto
en este espacio luminoso. Son pocas ya las misas que se celebran allí,
y menos los matrimonios y bautizos.
Así, ni las autoridades ni el dinero ni Dios han sido lo suficientemente
poderosos como para evitar que este Monumento Nacional quede en manos
de un futuro incierto. Esto ya que tras la partida de los franciscanos,
el nuevo párroco Armando Jara se hizo cargo de la centenaria
iglesia, el convento y el museo histórico que podrá seguir
siendo visitando por la mínima suma de $500 adultos y $150 los
niños. Eso sí, el precio ya no será conversable.
Las clases de catequesis que se imparte a unos treinta niños
tampoco se dejarán de hacer y no habrá problemas de llevar
a cabo los retiros que, hasta ahora, muchos colegios hacen en este lugar.
Lo que por el momento puede cambiar es que se dejen de realizar las
misas de martes y jueves a las ocho de la tarde.