ANGOL.- La primera vez que me topé solo con un puma fue el 89, un 11 de febrero. Con una neblina muy densa, cerca de las once de la mañana por el sendero de cuatro kilómetros hacia Piedra del Águila. Iba caminando con un palito chico en la mano, no más grande que un fósforo, recogiendo papeles, entreteniéndome. En eso, y en una curva, aparece un puma; era más grande que un pastor alemán. Los dos quedamos congelados. Siempre me habían dicho que no había que darle la espalda al puma o que si uno se quería defender había que pegarle entre los ojos y la nariz. Agarré un palo como de metro y medio y seguí caminando por el sendero. Apenas me moví el puma se tiró hacia afuera del camino. Habré avanzado unos veinte metros cuando escuché un ruido fuerte. Pegué un grito, me di vuelta y pregúntame dónde quedó el palo: no tengo idea. No sé si lo tiré o qué pasó. Fue un susto gigante. Tenía 25 años.
Jaime Cárcamo Mora ahora tiene 50 y sigue en el mismo lugar. Desde que tiene uso de la razón está en el mismo lugar. Sus abuelos llegaron en 1940, luego nació su padre, que tras trabajar en distintos proyectos en la zona se hizo cargo de la administración del Parque Nacional Nahuelbuta en 1968. Ahí se construyeron una casa, la misma dónde actualmente vive Jaime y su hermano Juan, otro que le ha entregado su vida a Nahuelbuta. A pesar que debió estudiar internado, cada vez que tenía tiempo libre subía al parque o al patio de su casa, como él prefiere llamarlo.
Luego de 18 años como guardaparques, un cáncer le quitó la vida a Manuel Cárcamo Figueroa. En ese momento Jaime estaba trabajando en Santiago como técnico en serigrafía. “En 1988 me llamaron para tomar el puesto que había dejado mi papá. No lo pensé ni un segundo. Nunca estuve de acuerdo con vivir en Santiago, pero de alguna forma había que ganarse la vida. Además ya era como una tradición, los Cárcamo siempre han estado acá, incluso, y aunque no hemos podido averiguar si es o no familiar, antes de mi padre hubo otro guardaparques de apellido Cárcamo, él se llamaba José Hermosillo Cárcamo”, cuenta.
Este Cárcamo es corpulento, barrigón, de apretón fuerte de mano, risa controlada, contador de anécdotas y reflexivo. Un hombre que en sus 26 años a cargo del Nahuelbuta no solamente ha tenido que lidiar con pumas, con un zorro que se comió 30 de sus 33 gallinas y tormentas de nieve que lo han aislado por un mes de su señora e hijas que viven en Angol. Además, día a día, debe entrar en discusiones con los visitantes que no entienden el sentido y función de los Parques Nacionales.
“Arriba, en el estacionamiento de Piedra del Águila, hay gente que hace fuego al lado de las Araucarias y uno les dice ‘ya que está haciendo fuego porque no lo hace donde están las piedras’ y ellos te responden ‘es que la foto queda mejor así porque es más bonito’. También hace varios años hubo como diez zorros chilotes aguachados en ese mismo lugar porque la gente les daba comida y no entendían que después en invierno, cuando tenemos tres metros de nieve, ellos pierden la capacidad de buscar su propio alimento. Hubo una señora que incluso se acordó de mi mamá porque no la dejé darles un chicle...”, recuerda Cárcamo.
Piedra del Águila es la principal atracción del Nahuelbuta. Es un mirador natural ubicado a 1.379 metros sobre el nivel del mar. Desde ahí es posible observar, por un lado, el Océano Pacífico y, por el otro, la Cordillera de los Andes y sus magníficos volcanes. El Llaima, el Tolhuaca, el Antuco, el Sierra Velluda y el Villarrica se dejan ver si las nubes no se meten entremedio. Ambos extremos están separados por valles verdes y bosques de araucarias milenarias. Además su nombre no es en vano: basta quedarse quince minutos en el lugar para ver como las águilas sobrevuelan el lugar buscando algo que comer. Un atardecer sobre esa roca es un obligado si se visita el parque. Para el amanecer el recomendado es el Cerro Anay, donde después de cinco kilómetros de caminata se logra una vista que combina distintos tonos de verdes con los cafés de algunas hojas y el rojo de los chilcos. El ruido de los pájaros carpinteros, golpeando los troncos como si en eso se les fuera la vida, musicaliza la postal.
La última vez que vi uno fue hace poco. Volvía de un patrullaje en la moto y alcancé a un puma que venía en el mismo sentido, con un galope lento, como de mala gana. Como no me pescó ni se inmutó por mi presencia empecé a molestarlo. Le prendía y le apagaba las luces. Aceleraba hasta alcanzarlo y luego frenaba. Lo seguí así unos 200 metros hasta que se tiró hacia un costado. Giré la moto, subí las luces y lo vi: agazapado, en posición de gato, listo para atacar. En ese momento me acordé de un señor que se llamaba Cuevas y desaparecí de ahí. Aceleré la moto a fondo hasta perderme. Difícilmente un puma va a atacar a un humano, porque aquí tienen comida: conejos, liebres, pudúes, coipos, piñones, porque el puma también come semillas. Cuando no tiene comida sale afuera del parque a buscar su chanchito y su cordero. Pero obvio, hasta el más tranquilo se sale de sus casillas si lo molestan. Y más en un mal día.
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Caminar por Santiago. Recorrer la Alameda entera e inmiscuirse en cada una de las calles que la cruzan. Visitar a pie las comunas de Puente Alto, Colina y Peñaflor. Terminar y darse cuenta que completaste una travesía de 70 mil hectáreas que conforman la capital de Chile.
#Parques2015 es algo así, pero 128 veces más grande. Los edificios y el cemento cambiarán por más de 9 millones de hectáreas conformadas por alerces milenarios, lagunas vírgenes, áridos desiertos, glaciares en peligro, pumas e historias desconocidas hasta ahora.
Serán cinco meses de recorrido por los 36 Parques Nacionales del país. Un viaje que contempla 12 mil kilómetros de trayecto por tierra, además de otros ocho mil kilómetros por mar y cielo.