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Columna: Luz roja

04 de Febrero de 2002 | 18:45 | Amanda Kiran
Justo la luz roja. Estuve a segundos de la amarilla, pero el de adelante se demoró, no llegué y quedé primera de la fila. El calor me tenía atontada, pero tarareaba una vieja canción de la radio dejando que pasara la vida dentro de mi cabeza.

En esos segundos se paró frente al auto una pareja que llevaba un letrero. Me lo pusieron en frente: "show de barras". ¡¡Happpp, hap!!, gritaron, y ella se subió sobre los hombros de él...

"¡Nosotros somos! -iban como gritando cantadito- ¡los ba-rristas!.....¡de-la calle!"

Mientras sonreían y hacían su show muy encima de mi auto, yo los miraba atentamente, igual, que el resto de los autos. Las piernas largas de ella se entrelazaban en los hombros del musculoso que la sostenía transpirado hasta los huesos. El la dejaba caer, la tomaba, con una armonía casi perfecta, casi porque no previno el fuerte bocinazo de una micro, un elefante gigante en plena selva que desconcentró a la pareja y que hizo que la chica -¡¡hap!!- terminara en el capó de mi auto.
Amanda Kiran

Chuuuuu. Fueron segundos en que no entendí nada, y de repente, como en una mala pesadilla, escucho al joven gritándole a su polola "¡¡¡¡¡Erika, Erika, despierta!!!!!"

Estaba desolado; yo, nerviosa, salí del auto todavía confundida. Otros conductores también se bajaron. De atrás se escucharon los primeros bocinazos. Ya estábamos en verde.

-¿Está consciente?- le pregunté al flaco, acercándome a la niña que yacía sobre mi capó, sin hablar.

-No sé- me gritó él- no contesta, no dice naaaaaa.

Estaba histérico, agarraba a la chica por los hombros y la remecía como marioneta. No tuve más remedio que cachetearlo fuerte dos veces para que reaccionara.

-Tranquilo, hombre- le dije- todo va a pasar. ¿Cómo te llamas?

-Juan.

-Mira Juan, ayúdame a subirla al auto.

Con la niña todavía inconsciente, partimos raudos al Hospital Militar, que era el que estaba más cerca. Cuando la subimos vi que ella tenía un corte en la cabeza, lo que de alguna parte de las viejas enseñanzas de mi abuela me recordó que era mejor que un golpe seco.

Dejamos el auto, frente al hospital, y entre los dos la sacamos. Mientras Juan le echaba aire, fui a buscar a algún camillero. Dos tipos de blanco llegaron, la miraron, se hicieron un gesto y la metieron en "emergencias". Juan y yo nos quedamos estáticos, sin saber qué hacer, solos, en el pasillo del desolado y gigantesco hospital, entre azulejos verdosos y brillantes, con luces amarillentas pero opacas, con señores de blanco, fantasmagóricos, callados.

Fui a comprar un café, dos en realidad. Cuando volví, él lloraba desconsoladamente.

-Tranquilo, si va a estar bien- le dije, tratando de convencerme a mí misma.

Cuando le dije que me encantaba el show de barras de las esquinas, él empezó a contarme un poco de su historia. Ellos ganaban 250 mil pesos al mes y estaban ahorrando para casarse, les encantaba lo que hacían y eran casi profesionales, pero nadie los apoyaba para hacerlo en competencias internacionales, así que optaron por las esquinas.

Me encantó cómo habló de ella. Habían tenido un montón de problemas y desencuentros durante el pololeo (de hecho, habían terminado largo tiempo alguna vez), pero la pura fuerza del amor había enterrado los problemas y los había hecho crecer. "Nunca dejamos de estar enamorados, señorita, y eso es lo que a la larga queda", me dijo con una sonrisa que no le había visto. El era la cara del amor y me alegré por ella, por lo afortunada que era, pese al costalazo.

-¿Quién viene con la niña?- dijo un doctor que me hizo bajar a la Tierra.

-Nosotros, digo él- contesté de inmediato.

-Ella va a estar bien, así que quédense tranquilos.

La niña sólo debía pasar la noche internada, en observación, pero el médico creía que ya al día siguiente podría ser dada de alta.

Juan nació de nuevo. Resucitó. Se levantó para ir a verla cuando se devolvió y me abrazó, inolvidablemente fuerte, lo que me hizo salir emocionada de ese salón de azulejos verdosos.

Llegué a mi Gol gris carbono, que todavía echaba humo bajo el capó convertido en una basura y en una inesperada pieza de curiosidad para los que pasaban frente al hospital.

Camino a mi casa, sin saber qué hacer con mi auto, recordé que el seguro me había vencido y que, claro, no lo había renovado.

No sé porqué, pero eso no me pareció grave. No sé porque, pero me imaginé a Juan besando lleno de lágrimas a su pareja. No sé porqué, pero estaba tranquila y feliz, tanto que no sabía si sonreir o tararear una nueva canción.

Amanda Kiran
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