Iñigo Díaz Poesía existencialista y ritmo rockero. Waters demostró ser mucho más que un ex integrante de Pink Floyd. (foto: El Mercurio) |
Roger Waters ya había hecho su presentación casi completa cuando regresó al escenario feliz de la vida y se dirigió a 50 mil personas: “a ustedes los recuerdo desde 2002”. ¿Alguien recuerda exactamente lo que ocurrió ese día en el mismo estadio? El concierto de hace cinco años, en la gira llamada “In the flesh”, fue un hito histórico. Pero a todas luces incomparable con el ritual que Waters encabezó anoche.
Algo tan poderoso como sus “óperas” existencialistas marcó la segunda vez del bajista, compositor y concepto floydiano en Chile. Y no sólo fue el sistema cuadrafónico utilizado para recrear las masas sonoras de sus relatos. Roger Waters recorrió los himnos de la era moderna de Pink Floyd de manera ordenada y metódica, igual que su temple británico y su pensamiento de izquierdista fino.
Comenzó a la hora acordada, tal como lo dictaminaron los punteros de su reloj inglés y desplegó de inmediato canciones magníficas. Primero, de
The wall (1979), con explosiones contundentes para abrir la noche con el riff de “In the flesh”, marcando los golpes duros de su clásico bajo negro y luego para colgarse una guitarra folk y revisar la emotiva “Mother”, con el apoyo de un coro de 50 mil voces.
Nieve en el espacio
Ahí vino un quiebre a toda la lógica de las grandes dimensiones del Pink Floyd de los años ’70, porque pronto Waters marcó un
flashback a la Londres psicodélica para recordar sus años junto a Syd Barrett con la siniestra “Set the controls for the heart of the sun”. La pieza data de 1968, el año en que el cerebro original del grupo terminó por aniquilarse vía alucinógenos y víctima de desajustes mentales. Pero fue un recuerdo más directo a Barrett y la deuda que Waters confesó haber dejado para siempre tras la muerte de su compañero: “Shine on you crazy diamond” (sus primeros cinco segmentos) y “Wish you were here”, ambas del álbum
Wish you were here (1975).
El coro multitudinario de puños al frente en la parte posterior de la cancha se transformó en un grito único cuando sobre el final de la primera parte del concierto, mientras Waters desarrollaba los pasajes de “Sheep”, apareció el cerdo volante. El “mismo” que navega los aires en la vieja fábrica de las afueras de Londres, como símbolo de la Revolución Industrial inglesa, en la portada del disco
Animals (1977).
Sólo que esta vez el cerdo marchaba guiado por cables y enfundado en leyendas plasmadas ahí por los poetas chilenos Nicanor Parra (quien dejó algo parecido a la ecuación einsteiniana sobre la relatividad), Diego Maquieira y Elicura Chihauilaf: “Víctor Jara no calla”, “El socialismo al servicio de la sociedad anónima”, “Push Bush contra la muralla” y “Va a nevar en el espacio y la Nasa no lo sabe”. Luego de su paseo, el animal volador se perdió en el espacio.
El lado iluminado
Fue el final de la primera parte de un concierto de rock planteado casi como un concierto sinfónico. No sólo por el intermedio sino por el dramatismo y magnificencia de la puesta en escena de canciones históricas a través de un sistema sonido de cuatro puntos.
Cada tanto los parlantes de la vanguardia asaltaban al público —mientras la banda fluía a través de los parlantes de la retaguardia— con resoluciones espléndidas: murmullos, bombas, gaviotas, rebaños de ovejas, música doliente. Fue una experiencia empírica sobre la música cuadrafónica de Pink Floyd y que hasta ahora nosotros sólo suponíamos.
Al regresar del descanso, Waters cumplió la promesa y revisitó de comienzo a fin la obra más importante del rock conceptual:
The dark side of the moon (1973), la serie musical con la que Waters y el resto de los miembros de la banda comenzaron a ganar dinero en grandes cantidades y que, según confesó el propio Waters, lo llevó a un cuestionamiento profundo, “pues me estaba convirtiendo en un capitalista”.
Fue con
The dark side of the moon cuando un Waters de 29 años comenzó a explorar en su pensamiento en términos existencialistas. A 34 años de su gestación, el bajista interpretó la música tal cual fue ordenada originalmente, iniciando un set dedicado al “lado oscuro” con los comienzos de “Speak to me” y “Breathe” y un gran final con "Eclipse".
Entre ambos extremos, el bajista puso canciones de altura como “Time”, “Money” y “Us and them”, mientras resolvió al pie de la letra y al pie de la música electroacústica la composición “On the run" y las sesiones vocales de “The great gig in the sky”. Pero uno de los momentos más recordados fue la participación con baile y canto de los quince niños del Colegio Víctor Domingo Silva de San Joaquín, en el tema “Another brick in the wall”.
Final del rito más sagrado para los floydianos repartidos por el mundo y que podría ser recordado aquí como el concierto de Pink Floyd que nunca se hizo.