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La Pequeña Estafa

23 de Abril de 2004 | 18:15 | Amanda Kiran
Quería una casa. Mi propia casa. El sueño de la casa propia. Quería comprar una casa, ser propietaria, y comencé con los papeleos.

La casa era de todo mi gusto. Nueva, linda. Llena de esquinas bellas, y de decisiones arquitectónicas del mejor gusto. Las ventanas, con más luz de lo usual. Llenas de luz. Llenas de vida, sonaban ya, como sonarían cuando fueran definitivamente mías.

Tal vez me dejé llevar demasiado por mis impulsos, pero entre la vendedora y yo fuimos creando un vínculo, una relación, un símbolo entre lo que yo quería ser y la casa que yo quería tener. Demasiado Ally MacBeal.

Tal vez, menos sueldo de lo esperado, menos CV de lo necesario… No sé exactamente que fue, pero las cosas empezaron a mostrarse de otro color. De a poco las luces de las ventanas se fueron cerrando, y los créditos me fueron dando cada vez más la espalda.

Me sentí mal, pero aterricé rápido. Entendí que no era el minuto, y me apunté para otro lado. Quedaba un solo problema, recuperar la letra.

“Letra”, siempre mi padre temía con esa palabra, y yo heredé ese miedo. Tal vez por que son una herramienta poco confiable. Mejor ahorrar -y tener el dinero- para empezar algo. Esforzarse antes, aunque te cueste más tiempo.

En fin.

Llamé a la vendedora, que me había dado unas ideas rarísimas (y muy malas), para poder obtener el crédito. Desde ahí debería haber empezado a sospechar. Pero mi educación siempre me ha llevado a confiar en la gente. Tal vez demasiado, y por lo mismo, después de estas cosas, cada vez menos.

Y no se vive mejor. Eso es lo malo. La llamé y no estaba; le dejé recado, y no me los contestaba. Yo sólo quería mi letra de vuelta, como era el trato.

Su frase antes de comprar fue: “Si no sale el crédito, te devuelvo la letra". Así de claro. Bien.

Mi letra seguía en su poder, y era por un millón de pesos. Un millón de pesos. No era poco. Para mí, muchísimo.

La letra no aparecía, y tampoco ella. Fui a verla, a buscar lo que era mío. No estaba. Justo estaba de día libre. Extraño, pero podía ser. Al día después, como quien mueve una varita mágica, apareció en el cargo de mi cuenta corriente un millón de pesos.

Creí desmayarme.

No era el apego al dinero, eso se puede superar en cuestión de minutos. Era la trampa, la confianza depositada, la estafa.

Era como un pésimo y mal arbitraje, era como cuando te botan a propósito en un partido o te hacen falta con querer. Era una chanchada, y se sentía cien veces peor a todas las injusticias que he sentido en mi vida.

Lo malo fue que se equivocó, no era conmigo con quien tenía que meterse. Yo recuperaría mi dinero. Hablé con algunos abogados amigos. Me dieron los pro y los contras. Yo salía perdiendo (como siempre, el malo tiene la fuerza oscura detrás). Como en los dibujos animados.

Así que me decidí a tomar la venganza en mis propias manos. Una venganza, no tan terrible, porque la palabra suena fuerte, pero tenía que hacer algo.

Tomé una semana de vacaciones y, día tras día, fui a la entrada de la oficina de propiedades. Me paraba afuera con pancartas y levantaba dos letreros blancos que decían: No compren aquí, se roban tu plata.

La gente me hablaba, yo les explicaba, se daban vuelta y se marchaban. Seguí así lo que restaba de semana. Al tercer día, me llevaron detenida. Estuve unas horas en la comisaría.

Y volvía.

Al día cinco, la plata apareció mágicamente en mi cuenta y un sobre en mi puerta con las disculpas del caso y la letra de vuelta para ser destruida.

Pasé humillaciones, tuve que ir a la comisaría. Conocí gente que me ayudó, y otra que se burló. La cara de la vendedora ya la borré de mi mente y no la he vuelto a ver. Mi conciencia está limpia, mi bolsillo, seguro; y mi honor a salvo.

Mis ganas de comprar una casa aún existen, y sigo ahorrando día a día para ello. Prefiero ahora soñar con el pie en la mano… y los pies en la tierra.


Amanda Kiran
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