A fines de marzo pasado, Ricardo Vera, más conocido como "Ventarrón", se subió al cuadrilátero del Club LibraxLibra para enfrentarse a José Sánchez. Las miradas burlonas abundaban en los asistentes. Les costaba creer que ese hombre de brazos cortos y abdomen poco cincelado fuese un boxeador de fuste. Los pantalones le quedaban grandes y una sonrisa se le dibujaba en el rostro mientras danzaba en torno a su rival. Parecía que todo el gimnasio sabía que iba a perder. Y así fue, aunque no sin dar batalla y tapar varias bocas.
"Ventarrón", de registro poco glamoroso, tiempo atrás fue preseleccionado chileno y campeón nacional. Lejos de la pomposidad y de las nociones de heroísmo, su historia es la de muchos otros pugilistas. Hombres y mujeres de sueños aporreados, que se desloman trabajando y hacen rifas u otros malabares para ponerse los guantes sabiendo que las posibilidades de éxito son mínimas.
"Es duro ser boxeador acá, más cuando eres de provincia. A veces me quiero retirar, pero me ofrecen peleas y al día siguiente me estoy preparando. Pero yo creo ante Sánchez fue la última. Me cuesta hacer el peso, voy a cumplir 37 años y tendría que ir a Santiago, no quiero dejar a mis cuatro niños. Me voy a dedicar a formar jóvenes y a entrenar a mi hija. Esto se lleva en la sangre", expresa Ricardo.
La sufrida niñez
El boxeador es de la brava población Santa Rosa de Temuco. Dice que tuvo una infancia "un poco triste". Su mamá luchaba sola por sacar adelante a una familia de ocho niños, pero el brutal esfuerzo que hacía no alcanzaba. Ante ese escenario, Ricardo empezó a trabajar a los siete años, en lo que saliera. Vendiendo carbón en la calle, comerciando en la feria, descargando camiones de frutas.
"Hacía todo lo que hace un hombre de la casa. Si había que clavar un clavo, si había que poner una plancha de zinc en el techo o si había que arreglar una puerta lo hacía yo", cuenta.
Las sombras de la calle lo comenzaron a acechar. Se puso "medio vago", "medio pelusa". Su futuro, como el de tantos niños pobres y de población, no prometía mucho. Seguramente se habría perdido sin sus puños. "De niño siempre me llamó la atención el deporte de contacto. Los combos. Quería aprender. Tengo un primo que fue boxeador amateur y me motivó a practicar. Yo tenía 14 años cuando se acercó a mi mamá y le pidió permiso. Me sirvió para enderezar las ramas", declara.
"Entraba a las cuatro de la mañana al trabajo, salía a la una o dos de la tarde. Me costó. Entrenaba, peleaba y trabajaba"
Ricardo Vera
Ricardo iba al gimnasio todos los días y practicaba solo. Pronto lo llamaron a competir en campeonatos nacionales, viajó a Bolivia con la preselección chilena y se ganó el apodo que lo acompaña hasta ahora. Se lo puso un árbitro entrado en años que veía que el joven proyecto "arrasaba con todo". Entremedio, fue papá siendo adolescente.
Dio el salto al profesionalismo y se instaló en Puerto Varas. Tuvo un inicio fulgurante, pese a la áspera precariedad que lo envolvía. "Trabajaba de noche en el casino de Puerto Varas. Hacía el aseo. Entraba a las cuatro de la mañana, salía a la una o dos de la tarde. Me costó. Entrenaba, peleaba y trabajaba. No tenía gimnasio ni promotor. Mi entrenador era poco lo que podía ayudar, porque él también tenía su trabajo. Me daba instrucciones por teléfono", relata.
Combatiendo frente a Gonzalo Fuenzalida en el Club México.
Con apenas cuatro peleas, le llegó la oportunidad de combatir por el cinturón nacional del peso mosca. En un atestado y burbujeante Gimnasio Fiscal de Puerto Varas, se midió al experimentado Luis "Martillito" Briones. El tono de voz del "Ventarrón" se empieza a impregnar de euforia. Recuerda que desde que sonó la campana se dieron duro y parejo. "Afortunadamente lo noqueé en el noveno round con un cruzado de izquierda", afirma.
La caída
El temucano defendió con éxito su título de Chile en tres ocasiones. Tenía un registro casi perfecto en sus nueve primeras peleas: ocho ganadas y una empatada. Vino a Santiago para prepararse con Martín Vargas, su ídolo, pero la que parecía la gran oportunidad de su carrera terminó de la peor forma. Nada volvería a ser lo mismo.
"La Comisión de Boxeo Profesional me castigó por supuestamente rechazar la propuesta y dejó el título vacante"
"Ventarrón"
"Pedro Cárdenas, al que ya había vencido, me había desafiado, pero no llegó a firmar el contrato. Nos fuimos con el 'profe' Martín. Después me dicen que la Comisión de Boxeo Profesional me castigó por supuestamente rechazar la propuesta y dejó el título vacante. Fui a aclarar la situación, pero me dijeron que querían levantar a Cárdenas, porque había obtenido medalla en un preolímpico", rememora.
Su última ceremonia de pesaje.
Dejó el boxeo, estaba hastiado y sumaba problemas. Su abuelo murió y cayó en una honda depresión. El dinero, además, escaseaba. Se quedó en Santiago para trabajar de madrugada en el Terminal Pesquero. El poco tiempo que le quedaba libre se lo dedicaba a su familia.
Cuatro años después, en 2010, intentó volver. Asume que no se cuidó y aumentó de peso. Tuvo que subir a la categoría gallo. No le fue bien. Su combate frente a Ramón Contreras fue detenido en el segundo round por un amenazante hematoma en el ojo. "Había empezado mi mala racha", expresa.
Volvió a la Araucanía, a Gorbea. Y otra vez paró. Por el trabajo y porque no tenía con quién prepararse. Su entrenador de aquel entonces se había enfermado. Sin embargo, un amigo, ahora fallecido, lo convenció de hacer una última prueba. "Vera, tú puedes todavía. Eres un muchacho joven, tienes cualidades, puedes seguir boxeando", le dijo.
Una cuestión de pasión
Regresó al ensogado en el 2014. Pocas cosas habían cambiado. En la pequeña bodega de su casa que usaba para guardar leña se fue construyendo un gimnasio. Se consiguió un saco y pallets de madera para armar un improvisado ring. Echaba mano a todo lo que podía. En su trabajo en La Vega aprovechaba de hacer ejercicios de potencia de brazos con las sandías que movía de un lado a otro.
"No llegué a ser una gran figura. No fui campeón del Mundo ni de Sudamérica. Salí adelante por las mías"
Ricardo Vera
De sus últimas quince peleas, perdió catorce, aunque se dio el gusto de vencer al promisorio Gonzalo Fuenzalida y de exigir al máximo a un Óscar Bravo que venía llegando de entrenar con Floyd Mayweather en Estados Unidos. A esas alturas no lo movían los resultados ni sus apoteósicos sueños de juventud. Iba de Santiago hasta el extremo sur "agarrándose a combos" por pura pasión.
"Me gusta cuando la gente vibra, cuando canta, cuando pronuncia mi nombre. Me gusta esa chispa, me gusta la adrenalina. Me divierto mucho con lo que hago. No llegué a ser una gran figura. No fui campeón del Mundo ni de Sudamérica. Salí adelante por las mías y eso para mí es un gran logro", comenta.
Ante José Sánchez sería la última pelea. Ya le costaba bajar de peso, su cuerpo no absorbía los golpes de la misma forma y sufría con dolores a su columna. Perdió, otra vez, pero no paró de sacar la lengua, de meter varios manos salvajes y moverse al ritmo de una música que solo él podía escuchar. Bailó, bailó y bailó hasta que la noche se apagó.