Francisca Mardones recibe la bola de acero. Hay muchas cosas en su cabeza. Imágenes, recuerdos, palabras. Necesita concentrarse y respira. Su tronco se inclina repetidamente hacia delante y hacia atrás antes de lanzar con todo lo que tiene en su mano izquierda. La marca es de 8,33 metros. Gana el oro y rompe el récord del mundo nada menos que en unos Juegos Paralímpicos.
"Fue un momento increíble, cuando hice la marca me puse a llorar y no me di cuenta que debía seguir.
Después me relajé y volví a romper el record", revelaría luego, explicando cómo fue la hazaña que logró este domingo en Tokio.
Pero para llegar a este "sueño hecho realidad", como ella lo catalogó, ha tenido que pasar por un mar de dificultades que le ha puesto la vida, como
el día que falleció su padre, una semana antes que pulverizara por primera vez la marca Mundial de la bala, en 2019.
"Me quedé a competir en el Mundial en homenaje a mi papá. Me cuesta expresar lo que siento ahora después de haber logrado la medalla y el récord. Estoy con mucha pena, pero al mismo tiempo satisfecha por haberle dado el homenaje que se merece. Yo sé que él me hubiese pedido que me quedara compitiendo", contaba aquella vez a Emol desde Dubai.
Su vínculo era como una trenza, una cuerda de rescate. Sueños, alegrías, penas, angustia, todo junto. Ni el Parkinson que le detectaron a Hernán cuando Francisca tenía doce años los alejó, todo lo contrario.
Más allá de la pena contenida, las palabras de la atleta dejan ver una enorme admiración por él. Aunque la enfermedad obligó a Hernán a jubilar anticipadamente de su carrera bancaria, nunca lo escuchó quejarse.
El deporte como terapia
En el colegio, Francisca destacaba en varios deportes y los profesores se peleaban para tenerla en sus equipos. Pensó en dedicarse al alto rendimiento, pero un accidente automovilístico echó por tierra sus aspiraciones. Quedó con lesiones en el esternón y en el cuello.
Se metió a estudiar Pedagogía Básica en la Universidad Católica. Duró un año y decidió cambiarse a Hotelería. A su papá no le gustó esta nueva carrera. Había trabajado en el rubro y le advirtió lo sacrificado que era.
Pese a ello, entró a estudiar y viajó a Islas Vírgenes a hacer su práctica profesional. Recuerda que el lugar era paradisíaco, que era bien evaluada en el hotel donde trabajaba y que tenía la tarde libre para ir a tomar jugos a la playas y descansar. Ser feliz era eso. Sin embargo, la vida le cambiaría para siempre el 5 de noviembre de 1999.
El ciclón tropical Lenny arreció con fuerza en la isla. Francisca rápidamente empezó a cubrir vidrios y a tapar los refrigeradores que estaban al aire libre. La intensidad de la lluvia y el viento iba en aumento. Le faltaba un lugar por proteger y comenzó a caminar por un sendero. En ese trayecto, hubo un deslizamiento de tierra y cayó desde aproximadamente siete metros. La encontraron dos días después.
Sufrió una fractura de columna. La sometieron a más de una veintena de cirugías, pero no pudo volver a caminar. Los variados medicamentos que tomaba, además, la tenían intoxicada y se le despellejaba la piel. Tuvo que acostumbrarse a vivir con dolor crónico. Dolor de huesos, dolor neuropático, dolor de quemazón. Todo el día, todos los días.
Le comentaron que el tenis la podría ayudar en su rehabilitación y probó. Fue terapeútico. El entrenamiento la ayudaba a aliviarse, a poner la mente en otra cosa. Llegó a ser la 11° del ránking mundial y la número uno de Iberoamérica. Solo su cuerpo le impidió seguir progresando. Había perdido fuerza para desplazarse en la silla de ruedas por la pista.
Le ofrecieron un cargo de dirigenta en el Comité Paralímpico, pero ella necesitaba sentir la adrenalina del deporte, liberar endorfinas. Un día, un entrenador vio por televisión la potencia que tenía su saque y le dijo que tenía que hacer lanzamiento de la bala.
Eso pasó hace casi nueve años. Ahora, con 43, fue la abanderada chilena en Tokio y acaba de romper todos los récords planetarios y en medio de unos Juegos Paralímpicos. Una historia para abrazar...