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Columna de opinión: Un error de razonamiento

La sociedad contemporánea es una sociedad diversa y en ese tipo de sociedad hay que permitir que los distintos grupos, incluida la familia, puedan hacer esfuerzos por transmitir aquello en que creen.

03 de Septiembre de 2021 | 07:46 | Por Carlos Peña
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El Mercurio
Lo más preocupante de la decisión de excluir la libertad de enseñanza de los derechos fundamentales —una decisión que afortunadamente debe ser sometida al pleno— no es tanto la exclusión en sí misma como el tipo de racionalidad política que revela.

O, si se prefiere, la forma de pensar que condujo a esa decisión.
Y que una convención constitucional dé motivos para preocuparse de la forma en que razona sí que puede ser grave.

A veces se cree que la racionalidad supone en todos los casos priorizar, es decir, poner una cosa que, atendidos los recursos escasos, acaba excluyendo a la otra. Así, por ejemplo, se la define en ciertos modelos económicos que sugieren que la racionalidad exigiría una escala de prioridades (completa y transitiva, agregan) en base a la cual adoptar las decisiones. Los antiguos, sin embargo, por ejemplo, Aristóteles, prefieren definir la racionalidad en los asuntos sociales y humanos de un modo distinto, como la capacidad de deliberar hasta compatibilizar bienes que, en apariencia, parecen rivales e incompatibles entre sí. La racionalidad de los asuntos humanos consistiría entonces en dilucidar cuál es el bien final que se trata de alcanzar y luego, a la luz de él, disponer otros bienes subordinados. El razonamiento es así conjetural y prudencial y por eso en la Ética nicomaquea lo compara con un piloto que debe guiar la nave por entre las rocas y la espuma.

Lo que sorprende entonces en esa decisión es que ella parece descansar en la idea de que al examinar los derechos se trata de decidir ante todo cuál ha de primar sobre otro, en vez de examinar cómo podría compatibilizárselos. Si se reconoce la libertad de enseñanza y el derecho de los padres a educar a los hijos, debieron pensar los convencionistas que adoptaron la decisión, se estropea el deber del Estado de proveer educación pública. Y viceversa. Como se trata de fortalecer la educación pública, entonces hay que pasar en silencio la libertad de enseñanza. Entre ambos derechos habría una especie de suma cero que exigiría un orden de prelación absoluto.

Ese razonamiento, fuera de asemejarse al de la racionalidad neoclásica que describe el comportamiento del consumidor (algo que habría que suponer pecaminoso para la mayor parte de los convencionistas, que así parecen razonar como economistas sin saberlo), recuerda algunos fallos de la vieja Corte Suprema en que se declaraba que los derechos fundamentales preferían unos a otros en el orden en que aparecían en el texto constitucional.

Pero, sobre todo, esa exclusión parece desconocer que la educación es de todas las actividades humanas aquella en la que se entrecruza, con mayor fuerza, la oposición de intereses entre la comunidad, por una parte, y la familia, por la otra. Mientras la comunidad exige igualdad en las primeras experiencias a fin de que los futuros ciudadanos puedan encontrarse, motivo por el cual parece haber razones para promover un tipo de educación uniforme, la familia reclama el derecho de transmitir a sus hijos una cierta orientación acerca de la mejor manera de vivir, que incluye creencias religiosas, valores y hasta costumbres, razón por la cual parece ser razonable permitirle que escoja el tipo de educación que sus hijos deben recibir. Por supuesto, es perfectamente posible que aquello que la comunidad persigue coincida con aquello que la familia anhela para sus hijos; pero en la sociedad contemporánea suele no ocurrir así. La sociedad contemporánea es una sociedad diversa —es cosa de ver la política de la identidad que florece en la propia Convención para advertirlo— y en ese tipo de sociedad hay que permitir que los distintos grupos, incluida la familia que en todas sus variedades es el grupo natural por excelencia, puedan hacer esfuerzos por transmitir aquello en que creen y, al mismo tiempo, garantizar los contenidos mínimos que exige el sentido de comunidad.

Sorprende que una Convención en la que florece la diversidad, las vidas electivas y en la que reverdecen las culturas hasta ayer silenciadas por la uniformidad de la nación promovida desde el Estado, no esté ahora dispuesta a reconocer que los distintos grupos (y la familia tiene títulos de sobra para ser uno de esos grupos) puedan promover el tipo de vida que juzgan mejor a través del mecanismo de transmisión cultural por excelencia que es la educación.


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