Una decena de plantas verdosas cuelgan del techo en una agradable e iluminada cafetería del Paseo Ortúzar. Justo en la intersección de la avenida homónima con Anibal Pinto, frente a un conocido servicentro de la ciudad. Pareciera que el ajetreo del balneario se vuela con la brisa marina, mientras los comensales revuelven sus pailas, soplan sus tazas o terminan de lleno lo que tienen que enviar. Esta atmósfera la genera El Jardín, el proyecto —tan bien decorado y atendido— que las hermanas, Begoña (37) y Arantza (29) Valdés, tuvieron que armar para sortear los coletazos de la pandemia. “Venimos de una familia que tiene el bichito de los negocios incorporado en el ADN. Nuestra mamá tuvo por muchos años un local y un restaurante en Temuco, por lo que crecimos en este ambiente”, cuenta la mayor. Con esta crianza, y una crisis sanitaria que no afloja, ambas empezaron a pensar en qué se podían desenvolver desde el litoral central. Una como periodista y la otra como ingeniera comercial. Así fue como unieron fuerzas, analizaron rubros, recordaron lugares, tramitaron permisos y compraron el derecho a llave. En siete semanas terminó la construcción y la primera quincena de diciembre lo echaron a andar. Desde entonces que no paran. Aquí la apuesta fuerte son los desayunos inspirados en sus parientes, los que sirven durante todo el día, pero también hay ensaladas, helados italianos y repostería. Incluso toman pedidos para hacer tortas, los que se deben encargar con al menos dos días de anticipación. “Sentimos que es un oasis dentro de Pichilemu, y eso es lo que tratamos de traspasar a nuestros clientes. Un momento alegre, relajado. Un lugar que te lleva a ese momento de infancia, cuando tomabas onces en familia, desayunos achoclonados. Ese lugar rico que se aloja en tu memoria”, comentan. ¡Y ojo! Que se amplían a una azotea casi única en Pichilemu.
Para irse a la segura: El juego es mezclar los distintos desayunos que ofrecen y las versiones de Pauli, Evita o Marito funcionan perfectamente ($5.500 c/u). Vienen con jugo, café o tecito. Aparte hay un sándwich completamente vegano con mantequilla, pesto y queso cruelty-free ($7.000). Quienes busquen dulzor deben elegir la torta tres leches, no se arrepentirán ($3.000).
Horario: de lunes a sábado, entre las 09:00 y las 20:00. Los domingos de 12:00 a 18:00 horas.
Patricio Letelier dice no creer en la edad cronológica, ni en las medidas que la sociedad ha instaurado convencionalmente. Se autodefine como un ser 100% atemporal, “situado en el aquí y en el ahora”, que no proyecta ni planifica nada de su vida. Así fue exactamente cómo una noche de 1996, abatido por el pesar de la carretera, conoció Pichilemu y se terminó encantando de la mezcla entre mar y campo. Casi 22 años después, éste sería el lugar en que junto a Daniela Abatte fundarían su primer proyecto culinario: La Sal, ubicado en el #1211 de la avenida Costanera, justo donde las olas de Infiernillo y Playa Ballena son una sola. La propuesta —cuenta Letelier a Emol— era crear un espacio donde se relacionara la gastronomía con las artes escénicas, la música, el diseño y la cultura local. Un restaurante donde la gente se sintiera como en casa y se pudiese sentar en la terraza a navegar en los sabores. Bien lo sabe el jefe de cocina Iván Llanca, oriundo de la zona, quien junto a sus once compañeros han intentado dar forma a una carta nativa que reduce la huella de traslado. “En verano tendremos corvina, rollizo, congrios y reinetas con arroz alimonado. Todo pescado por trabajadores artesanales de estas costas”, adelanta el chef. Hoy por hoy el servicio ha ido creciendo, con un brunch que parte a las 10 AM y con las exquisitas preparaciones que Pizzarello produce en un horno interno. “Nosotros estuvimos cinco meses cerrados durante la pandemia. Desde septiembre que abrí y nos está yendo muy bien, incluso mejor de lo que nos iba en los mejores meses de verano”, celebra Letelier. Y termina: “Mucha gente llega diciendo que no puedes venir a Pichilemu sin conocer La Sal y compañía. Yo creo que ya estamos en el inconsciente de las personas”.
Para irse a la segura: El imbatible del almuerzo es el crujiente medallón de congrio tempura ($13.500), que sirven sobre un timbal de quinoa mezclado con palta, tomates cherrys, nueces caramelizadas y cilantro. Para el brunch, los comensales alucinan con los pochados sobre la bechamel de betarraga ($8.900 con café o té incluido).
Horario: de lunes a domingo, entre las 10:00 y las 21:00 horas. Pedir reservas con al menos tres días de anticipación para almorzar o cenar los fines de semana.
El domingo 5 de abril de 2020, cuando en Pichilemu no existía ningún caso confirmado de covid-19, comenzaron a regir distintas medidas sanitarias para evitar la llegada del coronavirus. Una de estas normativas era la constante fiscalización del acceso a las playas, lo que implicaba “la prohibición de realización de toda actividad deportiva, competitiva o recreativa en el borde costero”. La ordenanza desconcertó a todos quienes frecuentaban el mar de la región, desde atletas a comerciantes. Uno de ellos era Roberto Durán (44), quien desde diciembre de 2018 se estacionaba con su foodtruck Chao Pescao al lado de las escuelas de surf de Punta Lobos. Mientras su esposa Claudia Yáñez tomaba los pedidos, él cocinaba. Por mientras iban anotando los números de sus clientes, para avisarles por mensaje cuando la comida estaba lista. Así fueron afiatando a su público, que semana tras semana volvía por sus gloriosos sándwiches de pescados y sushis sobre ruedas. Durante el año, cuando bajaba la temporada, se trasladaban en la zona recorriendo los campeonatos de surf. Sin embargo, la resolución de las autoridades los obligó a mudarse de forma permanente y se pusieron a un costado de su cabaña. Atendían y repartían, pero no era lo mismo. “A mi me empezó a dar la sensación de que el cliente se impactaba con el entorno lleno de tierra y árboles”, comenta Durán. Pero un día vio una oportunidad: “Yo soy súper supersticioso en el sentido numerológico y justo en julio —el mes siete— me llegó la oferta del local siete en el boulevard de La Quilla y la numeración de afuera también sumaba siete. No lo pensamos más, lo arrendamos y partimos”. Así fue como Chao Pescao tocó tierra firme, contrató a dos personas más y se lanzó con todo en el strip center de avenida Comercio. “Es una experiencia nueva y vamos aprendiendo cada día. Lamentablemente hoy también nos siguen cambiando las reglas del juego, pero por fortuna lo que nos salva a nosotros es que el cocinero soy yo. Y puedo trabajar hasta que me sangren las manos”, sostiene.
Para irse a la segura: Todos quienes pasen por La Quilla deben detenerse a probar el sándwich “mar y huerto” ($6.500) de Chao Pescao, hecho con filete de pescado frito al crispy, cebolla caramelizada, pimentón a la plancha y champiñón salteado con un multiespecie japonés llamado shichimi togarashi. En cuanto a sushi, el favorito es el tempura mix ($4.800 los diez bocados): un roll de camarón apanado, masago y palta, envuelto en plaquetas de salmón, corvina, más palta y limón. También hay ceviche, gohan y chorrillanas.
Horario: todos los días menos los miércoles, entre las 12:45 a las 21:00 horas.
Uno de los restaurantes de mayor renombre en la capital de Cardenal Caro es La Caleta. Nació en 2007 como un casino atendido por los pescadores y sus esposas, para pagar los costos asociados a la administración del sindicato local. En aquellos tiempos se ubicaba en el sector de Las Terrazas y cabían —con suerte— unas 40 personas. “El tiempo fue pasando, empezaron a haber unos problemas y se decidió arrendar. Y la primera persona que lo arrendó fui yo”, dice Carlo Bozo (54), un conocido emprendedor de la zona, que trabajó más de 22 años en el mar y que incluso fue presidente de la Federación de Pescadores de Pichilemu. Buceaba y trabajaba en su embarcación casi todos los días, hasta que las desventuras del Pacífico le costaron la vida a su hermano mayor. Fue entonces que sentó cabeza y cuando se le presentó la oportunidad no dudó en tomar las llaves de la cocina. Y fue todo un éxito: se cambiaron a la costanera, ampliaron el local para 150 personas y lo mantuvieron lleno hasta más no poder. Las reinetas, los mariscales y las empanadas habían conquistado el paladar de los turistas. La admiración se demostró en caja y en 2018 se compraron una propiedad al lado del Parque Ross. Una antigua casona, con bosque y cancha de tenis que pertenecía a la familia Petcher. Estuvieron dos años parados sin trabajar, mientras daban forma a la que sería su actual casa: un considerable bastión de 680 metros cuadrados, que en enero de 2020 abrió sus puertas, donde caben 350 comensales. Claro que hoy, por las restricciones sanitarias adaptaron el aforo a 50 clientes dentro y 130 fuera. “La mayoría de las personas nos felicita, autoridades, amigos. Nos felicitan porque le cambiamos la cara a este sector y es un aporte a nuestro pueblo”, relata.
Para irse a la segura: Uno de los fuertes de La Caleta es el mariscal ($9.000), que según Bozo “hay que ser valiente para comérselo completo”. Viene en un gran copón, lleno de camarones, navajuelas, choritos y almejas. Acompañados de tostaditas y una lactonesa hecha con ajo, ají verde y perejil. Aparte tienen cuatro preparaciones de reineta, que puedes hasta comprarla en su nueva pescadería El Renacer.
Horario: de lunes a domingo, entre las 10:30 y las 21:00 horas.
A 12 kilómetros de Punta de Lobos, siguiendo por el camino de Cáhuil, se encuentra la pequeña localidad de Barrancas. Un pueblo de no más de 60 personas, que ciñe el trayecto del estero Nilahue, donde las tradiciones han prosperado a punta de barro y esfuerzo. La razón se aloja en decenas de cuarteles que son trabajados por familias salineras, y que desde 2011 son calificadas como Tesoros Humanos Vivos de Chile por practicar una antigua actividad que data de la época prehispánica: la extracción de sal. Dos años más tarde se les concedió el Sello de Origen y se nominó a una veintena de personas como productores oficiales de este tesoro alcalino. Una de ellas es Viviana Menares (55), quien tras 13 años trabajando como secretaria en la capital, se instaló en 2009 a trabajar como administradora en la cocinería de su tía Nemesia, llamada Las Salinas. Sus funciones se prolongarían sólo por cuatro meses hasta el terremoto del 27F, donde el pequeño local fue destruido. “En ese minuto quedamos de brazos cruzados y la muni’ lo tuvo que demoler porque quedó inhabilitado. Después vino todo el tema de la reconstrucción”, recuerda. Tiempo ha pasado desde entonces y tras la muerte de su tía en diciembre de 2019, Viviana heredó el restorán. Lo llamó —literalmente— Las Salinas de Barranca, donde preparan exquisitos platos costeros esenciales en el recetario criollo. Un proyecto que abrió en febrero de 2020, pero que tuvo que esperar hasta octubre debido a la pandemia. “Empezamos abriendo sólo los fines de semana, después de miércoles a domingo y ya vimos que empezó a llegar gente y comenzamos a trabajar todos los días”, cuenta. Y retribuye: “Gracias a Dios nos hemos podido levantar”.
Para irse a la segura: En este restorán no existe carta, ni QR para ver las opciones. Todo el equipo aprendió a dictar los platos de memoria. Uno de ellos son los deliciosos pejerreyes fritos ($7.000) que compran a pescadores artesanales cuando el mar entra a la laguna. Los sirven sin espinas y acompañados de arroz, puré, ensaladas surtidas o papas fritas caseras. Cuidado que vienen con cabeza. Si no, nada más rico que su pastel de jaiba ($6.000).
Horario: de lunes a domingo, entre las 10:00 y las 18:00 horas.