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Columna de opinión: Malentender la participación

Así como el número de votos de cada consejero no es una adhesión a su ideología o sus creencias, tampoco el número de firmas de los ciudadanos es una razón decisiva.

16 de Junio de 2023 | 08:37 | Por Carlos Peña
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El rector Carlos Peña.

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Hay dos formas de concebir la democracia y es probable que la tensión entre ellas se comience a manifestar en el Consejo Constitucional.

¿Cuáles son?

A una de ellas podemos llamarla concepción asociativa o deliberativa; a la otra podemos denominarla concepción mayoritaria. Se trata, desde luego, de puntos de vista estilizados, tipos ideales, pero que ayudan a orientarse en el debate.

Conforme a la primera, la democracia es una forma de concebir la vida colectiva como una empresa común en la que los ciudadanos, o llegado el caso sus representantes, deliberan bajo condiciones de igualdad, es decir, razonan y discuten acerca de lo que consideran mejor no para sí mismos, sino para todos. Esta forma de concebir la democracia exige de sus miembros una actitud imparcial, o sea, que cada uno se ponga en el lugar de todos los demás. Exige que el consejero Luis Silva, por decirlo así, y la consejera Karen Araya, adopten siquiera por momentos el mismo punto de vista.

Para la segunda concepción, en cambio, la democracia es un método para agregar preferencias, para sumar lo que la gente considera preferible. La democracia no tendría por objeto averiguar mediante el diálogo qué preferencias debiéramos tener, sino que se propone esclarecer cuáles son las preferencias que tiene la mayoría. Si endosaran este punto de vista, el consejero Silva y la consejera Araya se concebirían como portadores o nuncios de la voluntad de quienes los eligieron. Y considerarían su deber promover esa voluntad.

Para ambas, desde luego, las preferencias mayoritarias son fundamentales; pero en un caso son objeto de debate y en el otro son la palabra final.

En el caso del Consejo Constitucional, se mezclan, de algún modo, ambas concepciones. El Consejo fue elegido simplemente sumando preferencias; pero de ahí no se sigue que su trabajo deba consistir en eso. El Consejo es un órgano deliberativo, no una empresa de encuestas; su trabajo es razonar lo mejor para la vida colectiva, no sumar lo que la gente prefiere.

Hay varias razones para que se empeñe en deliberar y no solo en sumar.

La primera es que la mayoría, por ejemplo, la que votó por los republicanos, no lo hizo adhiriendo a un programa ideológico o constitucional, o a las ideas de derecha que sus miembros enarbolan. Si los consejeros republicanos creen que son portadores de preferencias constitucionales que bastaría sumar para alcanzar el éxito, están equivocados. Basta dar un vistazo al contexto y la campaña en la que fueron elegidos para advertir que ello fue, en buena medida, consecuencia del clivaje que, en ese momento, y todavía, divide las preferencias: desorden e incertidumbre enfrente de la seguridad y el orden. Y eso nada tiene que ver con un programa ideológico o el puñado de creencias globales que inspiran a los republicanos.

La segunda razón es que si bien la agregación de preferencias es indispensable para diseñar políticas gubernamentales inspiradas en un criterio utilitarista del mayor bienestar para el mayor número posible de personas; la tarea del Consejo Constitucional no es esa. A este último le corresponde alcanzar un acuerdo intergeneracional relativo a las bases de la comunidad política. Su deber es, pues, de discernir cuáles son las bases incondicionales de la vida compartida que están más allá de cualquier cálculo (eso son los derechos fundamentales); cuáles serán los actores y cuáles los procedimientos para adoptar decisiones colectivas (el sistema político); y, en fin, qué órganos cuidarán el respeto escrupuloso de lo anterior (sistema judicial, control constitucional). Es demasiado obvio que ese tipo de cosas no se resuelven agregando preferencias.

La tercera razón es más conceptual. La agregación de preferencias permite saber lo que la mayoría cree, espera o piensa, pero no da ninguna pista acerca de cuán correcto, sabio o mejor para todos es eso que la mayoría cree, espera o piensa. Una cosa es saber lo que la mayoría espera y otra cosa saber si es bueno para todos aceptar eso que la mayoría anhela. Y esto último —tratándose del debate constitucional— requiere una comprensión global de lo que sea mejor para todos en el largo plazo (esta es, desde luego, la tarea de los partidos: integrar en una comprensión global lo que la gente quiere o anhela y evaluar esos anhelos a la luz de esa comprensión). Tener un deseo o impulso es una cosa, tener una razón en favor de ese deseo o impulso es otra. Y para averiguar esto último es imprescindible la deliberación y el razonamiento que es deber de los consejeros llevar adelante.

Lo consejeros harían muy mal si desatienden sin más lo que la gente diga en los procesos de participación que, mediante diversos canales, se desatarán; pero también harían muy mal si creen que su tarea es poner oídos a las preferencias de la gente sin evaluarlas a la luz de razones, si creen que todo se reducirá a exhibir los números de quienes apoyan esta o aquella preferencia.

Así como el número de votos de cada consejero no es una adhesión a su ideología o sus creencias, tampoco el número de firmas de los ciudadanos es una razón decisiva o un argumento en favor de las ideas que ellas apoyen.

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