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Ex Condes

14 de Noviembre de 2004 | 12:46 | Amanda Kiran
Y lo cerraron. Así, sin chistar.

De un minuto a otro instalaron delante de él unas paredes de madera. Pararon a unos maestros fortachones de la sala de pesas. Unos millones de dólares de por medio. Y listo, trato cerrado. A derribarlo.

¿Y a quién le importamos nosotros? O mejor dicho, ¿a quién le importa nuestro pasado?

¿A quién le importa el único caballero que pintaba las gigantografías de Indiana Jones o de Superman?

¿A quién le importa que mi primera película para mayores de 14 años -con carné en mano- fuera ahí?

¿A quién le importa que mi primera salida con un hombre -niño- pasara ahí?

A nadie... y lo peor es que, tal vez, nadie sepa ni siquiera de qué estoy hablando.

¿O sí?

Bueno, es que derrumbar el cine Las Condes sin previo aviso, es como para chocar del impacto contra un árbol al pasar por aquella memorable esquina.

Lo peor de todo es que en parte fue culpa mía.

Porque pese a todo el cariño que le tengo, lo fui dejando de lado y colaboré profundamente en su muerte, y eso realmente me tiene mal.

Me conquistaron, muy lentamente, los dolby stereo, el sonido surround, las cabritas gigantes y más que nada, la diversidad de horario y películas en un mismo lugar.

Pero cómo no recordar las millones de veces que vi películas desde el segundo piso.

O fui con mi papá y mi mamá de la mano de cada uno, a hacer la cola para comprar entradas para la noche.

Años después, ya mas taquilla por fuera, pero no menos perna por dentro, me dejaban en la esquina, y me juntaba al horario de la matiné a ver alguna horrorosa película donde actuaba Lucerito y Luis Miguel.

¿Cómo olvidar el señor que me mostraba mi asiento con la linterna con pilas Eveready?

¿O "discutir" con alguna viejita que tenía el mismo asiento que yo, pero para la función de la noche?

Cuántas veces no fuimos en patota a ver la película del momento: Karate Kid I.
O todas las Guerras de las Galaxias, en el mismo lugar.

Quién no se acuerda lo difícil que era intentar elegir entre millones de papelitos, puestos en una muralla, la mejor ubicación. Y luego esperar que a gritos la señora de adentro entendiera la que querías exactamente.

Quién pensaría que un lugar con tanta convocatoria pudiese terminar tan abandonado y sin amigos.

¡Qué fácil olvidamos!

Y esta columna no trata de recordar una lista de momentos ochenteros. No quiere hablar de lacas en la chasquilla o de botas blancas.

Todo lo contrario.

Esta columna intenta devolverme un poco el alma al cuerpo para homenajear a una "institución" que, sinceramente, me dio sólo alegrías en mi niñez y juventud.

Sé que lo material no tiene sentimientos. Pero todo lo que lo rodea, sí.

Miles de personas que trabajaron años en él. Miles de personas -como yo- que tuvimos tantos momentos dentro y fuera de él. Miles de situaciones que lograron hacer que aquel barrio de Noruega tuviera y tenga una connotación demasiado delicada y sentimental para todos nosotros. Algo especial. Algo único, que nos une.

Una connotación tan sentimental, ligada a una expresión artística tan bonita como lo es el séptimo arte.

¿Séptimo? Todavía no sé bien por qué, para mí es el primer arte.

Pero esa soy yo.

Y esta columna es en recuerdo del lugar que me mostró este arte, el cine Las Condes.

El cine al que, con esta columna, intento pedir perdón.


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