“Aquella fue para mí la época de mayor elevación espiritual: dejé de ser un incierto cosmopolita y me convertí en un antisemita” afirmó Adolf Hitler en “Mi Lucha”, el libro que recoge su ideario.

El rechazo más antiguo

La particular visión del mundo y de la vida de Adolf Hitler se asentó durante su época de juventud, en la que sufrió todo tipo de carencias. Surgieron entonces en él los sentimientos de odio y venganza que le llevaron a ver en los judíos el origen mismo del mal y la destrucción, el “elemento espurio” que busca adueñarse del mundo “mediante la corrupción sistemática, el delito internacional contra la raza y la metódica intoxicación de la vida pública”, según decía.

El odio de Hitler hacia los judíos tuvo su punto máximo con la maquinación y concreción del Holocausto, el genocidio a los judíos entre 1933 y 1945, que culminó con la conocida “Solución final a la cuestión judía” de los nazis, con seis millones muertos.

La antipatía por los judíos ha persistido alrededor del mundo por más de dos mil años. Persecuciones a este pueblo se pueden encontrar desde tiempos bíblicos. Pero fue el antisemitismo racial de los nazis, el que concluyó en el genocidio más despiadado de la historia.

El término antisemitismo lo usó por primera vez el periodista alemán Wilhelm Marr en 1879 para referirse al odio a los judíos y a diversas ideologías políticas liberales, cosmopolitas o internacionales habituales en los siglos XVIII y XIX, usualmente asociadas con los judíos.

En la época moderna, el tema tomó un perfil político. A fines del siglo XIX se formaron partidos antisemitas en Alemania, Francia y Austria. El “movimiento voelkisch”, xenófobo, conformado por filósofos, eruditos, y artistas alemanes configuró la noción del judío como “no alemán”.