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Bastante para
más de dos horas de película, pero esa
abundancia de anécdotas funciona a su favor:
Episodio 3 evita que el espectador se distraiga mirando
el paisaje -como sucedía en la inmóvil
"Amenaza fantasma"- y no se inventa intrigas
antropológicas al estilo de "El ataque
de los clones". No hay tiempo para discutir la
naturaleza filosófica de La Fuerza ni para
oasis románticos entre Anakin y la embarazada
princesa Amidala. Sith está tan repleta de
acciones y reacciones que en sus momentos más
inspirados -porque los tiene- uno es capaz de olvidar
las horribles líneas de diálogo insertadas
por Lucas sólo para reafirmar algo que ya es
evidente en las imágenes, y desear por una
vez que los únicos sonidos del filme sean las
notas de John Williams.
(El deseo en parte fue realizado
a través de The clone wars, una serie de cortos
casi sin diálogos que Lucasfilm exhibió
a través de Cartoon Network en la temporada
2003-2004. Acaban de ser reunidos en DVD y son la
mejor adición al ciclo Star Wars en, por lo
menos, 20 años).
No es coincidencia que esas
secuencias -el rescate del canciller Palpatine, que
abre el filme; el duelo entre Obi Wan Kenobi y robótico
Lord Grievous y parte del último acto- sean
todas escenas de acción, en las que el espectador
es poco menos que invitado a sentarse, coger los comandos
y comenzar a jugar. El filme puede ser un desastre
a la hora de registrar las emociones de sus personajes,
pero éstas no cuentan desde el instante en
que todo se estructura como un videogame.
La conexión es lógica
y necesaria, porque si bien el público objetivo
de la primera trilogía -hoy, casi todos, mayores
de treinta- creció usando palos de escoba como
sables láser, disfrazándose y armando
nuevas historias con las figuritas de la serie, tiene
poco que hacer frente a una nueva base de fanáticos
cuyo contacto básico con Star Wars pasa por
la pantalla del computador. Por eso ya no hay lugar
para personajes ambiguos como Lando Calrissian o Han
Solo, sino gente como Ewan McGregor, que le presta
la cara a una versión más joven de Obi
Wan Kenobi, cuyo mito está fabricado y aprendido
de memoria por la audiencia. El resto -es decir, la
actuación- no es más que simulacro ritual
frente a una pantalla azul, la que más tarde
es decorada con fondos fascinantes.
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