CAROLINA ANDRONIE DRACOS
De mis primeros años de colegio, hay dos imágenes que recuerdo
con saña: la leche sola, hirviendo y con nata que majaderamente
nos daban en los recreos y las olimpiadas literarias, en las que el autor
no era más que una suma de fechas, títulos y galardones.
A esos "duelos" les debo mi resquemor infantil por Gabriela Mistral
y todos sus epítetos; léase, "insigne poetisa", "gloria
de su raza" o "florón de la América".
Con el tiempo, esa inmaculada patrona del estudiantado y baluarte de la
maestra abnegada se me tornó insufrible a punta de tanto "piececitos
de niño" declamado posthimno nacional. Demasiado monumento,
demasiado patrio, tan rancio y albo como la horrorosa nata hirviendo.
Pensé que nunca saldría del Valle del Elqui, que en la Mistral
sólo encontraría amores imposibles, maternidad frustrada
y, lo que es peor, la sublimación de ambos tormentos en su aniñada
devoción.
Hasta que me topé con los diarios de Iris (Inés Echeverría)
y supe de la otra Gabriela, la esotérica, la que habían borroneado
sus custodios más pacatos. Panteísmo, flirteos teosóficos,
catolicismo y herejía. Por fin una esperanza. Después vinieron
lecturas que deberían ser obligatorias, como las de Grínor
Rojo, Mario Rodríguez, Adriana Valdés, Kemy Oyarzún
o Jorge Guzmán. Con ellos se desplomaba el almibarado mito y su
obra devenía arista, fractura y conflicto.
Este año, las guirnaldas públicas tendrán como punto
fijo el 60° aniversario de su Premio Nobel. Pletóricos, exportaremos
a la única latinoamericana que lo ha recibido.
Ya en 2004 comprobamos que la procesión de vates a otras tierras
no sólo aporta divisas, sino también estatus y glamour.
Sólo un deseo al momento de construir la heráldica mistraliana:
si a Neftalí hubo que taparle todas sus yayitas, con Lucila lo óptimo
sería chasconearla, sacarle el mameluco, incorporarle gónadas,
pasiones y demonios. En definitiva, quererla entera, loca y furiosa, mirarla
de frente, asumir su destierro y exponerse a su desdén.