El belga Henri de Baillet-Latour hacía su estreno como secretario general del Comité Olímpico Internacional, reemplazando al padre de los juegos modernos, el conde Pierre de Coubertin. Y la prueba de fuego en Amsterdam fue superada con distinción.
La paz reinó absolutamente en tierras holandesas, donde el espíritu olímpico se convirtió en el único protagonista, dejando atrás años de sufrimiento e inestabilidad en Europa. La antorcha, símbolo de aquel espíritu, viajó desde Atenas para encender el pebetero en Amsterdam, una tradición viajera que continúa hasta nuestros días.
Otra herencia que quedó desde 1924 fue el cambio de protocolo en el desfile inaugural. Grecia primero, el país sede al final. Así fue y así será, se dijo en la oportunidad.
Las mujeres nuevamente vieron como más puertas se les abrieron, al permitirse su participación en pruebas tan ilustres como atletismo y gimnasia. Así se duplicó casi en el doble su número de cupos para participar.
Amsterdam también marcó el regreso de Alemania, por años alejada de los juegos. Su regreso fue totalmente exitoso, ya que conquistó 10 medallas de oro y quedó ubicada en el segundo puesto del medallero final.
La globalización de los juegos quedó patente no sólo en la cantidad de naciones no europeas participantes, sino también por la cantidad medallas conseguidas por países de otros continentes.
Japón consiguió las primeras medallas para Asia en atletismo y natación, mientras la India luego dejó en claro su supremacía en el hockey sobre césped. Uruguay se impuso en el fútbol y Argentina ganó medalla de oro en natación. Por África, Egipto sacó presea dorada en pesas y Sudáfrica se llevó dos en la pista atlética. Los juegos definitivamente ya no eran sólo de Estados Unidos y los europeos.
El éxito en Holanda aseguró una larga vida a los Juegos Olímpicos, que daban una señal clara de su gran aporte al ascenso de la competitividad en las distintas disciplinas que integraban su programa.